«La conquista de la felicidad», una interesante propuesta de Olga Bertomeu


Al ver este libro en una librería de viejo de Torrevieja (España) me acordé del ensayo homónimo de Bertrand Russell, que tantas veces leí y regalé. Y pensé que su contenido se parecería al tener el mismo título. Me equivoqué.

Los polémicos «Diez negritos», de Agatha Christie


La vida es tramposa. Crees que las cosas son de una forma y, más tarde que temprano, cuando llevas vivida buena parte de ella, te da un bofetón y te descoloca. Como les sucede a los personajes de esta novela. Cada uno de los diez personajes ha vivido bajo una conciencia inconsciente de sus actos hasta que, por sorpresa, tienen que afrontarlos, es verdad que en contra de su voluntad.

«Cumbres borrascosas», de Emily Brontë, mucho más que una novela romántica


No debería haber leído el apéndice de esta novela sin haber escrito antes este artículo; apéndice que incluye una reseña biográfica escrita por Charlotte Brontë, la hermana de la autora. Antes de leerlo tenía una idea de lo que quería decir aquí, pero tras los comentarios de las hermanas Brontë he decidido matizarla.

Tristeza y enfado con la «España partida en dos», un ensayo de Julián Casanova


Leer este libro me ha entristecido y hasta me ha enfadado. Cómo no hacerlo al confirmar con datos objetivos que un grupo de españoles doblegó por la fuerza el legítimo orden constitucional de la Segunda República española. Cómo no hacerlo al confirmar que Francia, Reino Unido y Estados Unidos miraron para otro lado con su pacto de no intervención cuando la Alemania prenazi y la Italia prefascista suministraban gran cantidad de armamento, aviones y soldados a los golpistas. Cómo no hacerlo al confirmar que durante diez años después de acabada la Guerra Civil el franquismo masacró sistemáticamente a los que se atrevían a defender el régimen legítimo de la República o a los que no coincidieran con el pensamiento oficial. Cómo no hacerlo al confirmar que la Iglesia católica felicitó, encumbró y se benefició de los cuarenta años de dictadura que siguieron a la guerra. Y, por último, cómo no hacerlo al confirmar que, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los países democráticos europeos reconocieron al único régimen dictatorial de Europa, junto con el portugués, y abandonaron el recuerdo de la democrática, pero ya muerta, República española.

«El peligro de estar cuerda», el presuntamente contradictorio título del libro de Rosa Montero


Tras unas pocas páginas empecé a creer que solamente se trataría de un libro que intentaba hacernos creer que los escritores son poco menos que una clase especial de personas que se caracterizaban por el hecho de que ser enfermos mentales y, por tanto, más que envidia deberíamos tenerles lástima. Hacen algo, escribir, que la mayor parte de los humanos somos incapaces de hacer, al menos con su habilidad; pero debemos consolarnos porque es una de las muchas consecuencias de su enfermedad, la mejor y más llamativa; otras como su propensión al suicidio o su imposibilidad de llevar una vida normal no pueden considerarse muy positivas. Es como si nos dijeran que el precio que tienen que pagar los escritores, y los creativos en general, por ser envidiados sería el de su precaria salud mental. Me ha recordado a la pena que pretenden darnos algunos poderosos (políticos, empresarios, etc.) por la vida estresada que llevan para procurarnos bienestar. ¿Queda claro que no me considero escritor a pesar de haber escrito dos novelas, más de cien cuentos y doscientos artículos de este blog?

«La metamorfosis y otros relatos» de Franz Kafka



No estoy seguro si es la tercera o la cuarta lectura que hago de «La metamorfosis». En esta ocasión lo he hecho no tanto por este cuento como por el resto de relatos que componen este volumen. En total han sido 18 historias, algunas muy cortas. Prácticamente en todas, Kafka recurre al absurdo, entendiendo como tal una situación imposible que transcurre en un ambiente real: una cucaracha pensante, un ayunador (alguien que compite por ser el que más tiempo aguanta el ayuno), un chimpancé que habla, etc.

Carson McCullers en todo su esplendor, en «Reflejos en un ojo dorado»


Una buena novela se caracteriza, entre otros aspectos, porque cada lector reconoce en ella algún tema que le atañe, de forma que los significados de la obra son tantos, como mínimo, como el número de lectores. Es como si el libro fuera un espejo que refleja al lector, no su piel y aspecto externo, si no su interior, su alma, ese yo que intenta ocultar a los demás y, sobre todo, a sí mismo.

Una mina epigramática en «El retrato de Dorian Gray», la novela de Oscar Wilde


No resulta fácil hablar de un clásico, como lo es este, que todo el mundo conoce, y del que no falta casi nada por decir. Por ello, no voy a comentar el argumento ni los personajes ni los temas que aborda esta novela, por muy sobresalientes que sean. Entonces, ¿queda algo por mencionar? Desde luego, al menos lo que para mí ha resultado más sorprendente: la habilidad epigramática de Oscar Wilde.

«Cómo no hacer nada», un ensayo de Jenny Odell sobre la economía de la atención


Comencé a leer este ensayo atraído por su título. Acostumbrado a una vida, no solo la profesional, enfocada a la productividad, me intrigó saber cómo proponía la autora vivir sin hacer nada. Me equivoqué.

«Una historia ridícula» que no es tal, de Luis Landero


Alguien muy cerebral, como podríamos serlo cualquiera de nosotros. Alguien que arrastra un cierto complejo de inferioridad, algo nada infrecuente. Sin embargo, según avanza la lectura nos vamos dando cuenta de que ese alguien, el protagonista, se desliza por el camino de la psicopatía al desear no solo la muerte de los enemigos, sino también de los que quiere. Hasta llega a creerse con un poder sobrenatural para conseguir sus fines. Sin embargo, el autor lo narra de una forma tan natural que es imposible sentirse ajeno a tales pensamientos.

La memoria de «Los años», el libro de Annie Ernaux


Me gustan los libros que van de menos a más, como me ha pasado con este. El arranque, con la vida social y personal de la autora en la Francia de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, me resultaba algo distante, ajeno. Conforme la autora/narradora ampliaba su visión, sentimientos y emociones comenzaron a resultarme familiares. Porque sí, este es un libro, no una novela, autobiográfico, pero intencionadamente despersonalizado. Lo es porque la narradora, trasunto de la autora, nunca habla en primera persona del singular: o lo hace en primera persona del plural cuando narra los sucesos sociales en Francia, o en tercera persona del singular para referirse a la persona que aparece en las fotografías y vídeos que se comentan a lo largo del texto. Gracias a este doble enfoque puede profundizar hasta lo más íntimo de su ser, emocional y hasta físicamente.

«Martutene», la novela total de Ramón Saizarbitoria


Soy consciente de que no todos los libros son buenos para todo el mundo; es más, no sería de extrañar que las obras más afamadas por la crítica sufran del rechazo popular. De ahí que, en esta ocasión, me dirija a dos posibles, pero muy diferentes tipos de lectores:

¿Por qué te recomiendo esta novela? Por alguna o varias de las siguientes razones:

  • Porque consigue reflejar con detalle los pormenores psicológicos de cada uno de los personajes.
  • Porque narra en presente, algo que convierte al lector en espectador de los sucesos; narración que es mucho más compleja que la tradicional en pasado. Es más, incluso cuando narra sucesos del pasado lo hace en presente sin que por ello se pierda el lector.
  • Porque cada uno de los personajes está magistralmente diseñado.
  • Porque el desarrollo de la trama es consecuente con la forma de ser de los personajes.
  • Porque, como sucede con las grandes obras, pide una lectura sosegada que permita disfrutar de una prosa bien construida.
  • Porque no abusa de metáforas u otros recursos literarios como método de realce, sino que apuesta su éxito a la descripción casi forense de los acontecimientos.
  • Por el cabal conocimiento del oficio de escritor, como lo demuestra al definirlo el mismo narrador como: "Trabajar lo más íntimo de uno mismo, cocinar las propias entrañas aderezándolas quizá, porque la convención lo exige, con historias que nacen de su imaginación o que recoge aquí y allá, para ofrecérselas a un público renuente que se acerca a veces y que, tras husmear, como perro que olisquea la basura, esa materia de dolor, vuelve a su camino, indiferente."
  • Porque no desdeña descripciones casi escatológicas.
  • Porque te gusta la obra del escritor Max Frisch.

¿Por qué no te recomiendo esta novela? Por alguno o varios de los siguientes motivos:
  • Porque la lectura de sus casi ochocientas páginas ocupa más tiempo del que estás dispuesto a dedicar a un libro, por mucho que se trate de una obra excelente.
  • Porque la minuciosidad en el análisis del comportamiento de los personajes con frecuencia crea subtramas que pueden llegar a distraer de la trama principal.
  • Porque la única intriga que se da es, en apariencia, poco relevante para que un lector aguante un texto tan largo.
  • Porque la problemática vasca, política, social y hasta psicológica, con estar bien traída, o bien ya estás saturado de ella o bien no te interesa.
  • Porque no desdeña descripciones casi escatológicas.
  • Porque no te gusta la obra del escritor Max Frisch.

Finalizo con unos pocos fragmentos de los muchos que he anotado:
  • De niña odiaba aquellas canciones. Ahora daría cualquier cosa por poder cantarlas a su lado.
  • Martin dice que los viejos miran la televisión como antaño miraban el fuego: para pensar en sus cosas.
  • Coge el agua directamente del grifo para enjuagarse en un gesto muy juvenil, le parece, y al agacharse se sujeta los pechos con el antebrazo para que no cuelguen.
  • Ha advertido tarde que, en los tiempos que corren, la negativa a mantener el semblante del supuesto saber, un semblante que a él le parece ridículo, supone arriesgarse a no ser tomado en serio.
  • Con el tiempo ha constatado que el instinto está muy sobrevalorado y que la experiencia, aparte de ser un procedimiento de adquisición de saber que requiere demasiado tiempo, tampoco sirve siempre.
  • También tiene la sensación de que los coches aceleran la marcha cuando divisan a un peatón cruzando incorrectamente.
  • Le fastidia que sea tan digno porque, a fin de cuentas, le toca a él cargar con el coste de tanta integridad, ya que lleva un buen dinero gastado en el negocio.
  • Permanecen así un rato los dos callados, en el extremo de la barra, ahora repleta de gente, hasta que el camarero, retirando la taza de café llena con naturalidad, les pregunta si quieren algo más, una forma de decirles que por qué no dejan sitio libre.
  • Es digno de ser destacado el coqueto detalle de hacerse el viejo para que la joven americana le diga que no aparenta su edad.
  • ¿Qué te parece?, pregunta, exagerando como siempre el tono de broma para ocultar que habla completamente en serio [...].
  • Ya ha tenido otras veces la impresión de que es más fácil confiar intimidades a un extranjero. En parte porque nos importa menos lo que pueda pensar o el uso que haga de lo que le decimos. Pero también porque la gente se siente protegida por la coartada de las limitaciones de comunicación: incluso confía en que el extranjero no le entienda del todo o en que las inconveniencias cuelen como defectos de expresión o como errores interpretativos. Algo parecido a lo que ocurre de madrugada con una copa en la mano y varias dentro el cuerpo.
  • Los mitos son mentira, qué duda cabe, pero lo que hace especiales a los vascos es la capacidad, la voluntad de hacer verosímiles los suyos.
  • Curiosamente, tanto oro no empaña su imagen de austeridad porque las joyas en ella no parecen adornos. Son necesarios signos de estatus, nada más.
  • Siempre le ha llamado la atención la naturalidad con que se mueven desnudas las mujeres una vez que lo han hecho la primera vez.
  • No recuerda quién dijo que el problema es que para escribir hay que dejar de pensar, y que es muy reconfortante pensar y muy penoso escribir.
  • Un beso fugaz en el que ha tenido tiempo de sentir sus mejillas heladas, y le parece percibir que ha estado en contacto con la muerte.
  • Las lenguas son vehículos funcionales. Se dice que una lengua no desaparece porque quienes la desconocen no la aprenden sino porque quienes la saben dejan de utilizarla, pero eso es como sostener que una persona no muere mientras muestra signos de actividad cerebral. Todo nace y todo muere. Existen cinco mil lenguas en el mundo de las que anualmente morirán veinticinco, y el mundo seguirá girando sin que ningún ser humano vaya a enmudecer por ello.
  • En alguna medida le tienta el deseo de ser sincero al menos con ella, pero no puede. Su soberbia está a la altura de su cobardía.
  • El teléfono suena incesantemente, implacablemente, interminablemente, y se interrumpe abruptamente entre dos tonos: clic. [...] No hay sonido más irritante que el de un teléfono que no hay que descolgar.
  • Julia se deja vencer por un viejo sentimiento de hastío y repulsión largo tiempo reprimido, sabiendo que hace mal pero dispuesta a disfrutar del placer de abandonarse a él.
  • Siempre he pensado que lo más grande y lo más miserable a la vez del ser humano es su capacidad de adaptación.
  • Se quita el sujetador y las bragas. Se acerca al espejo. Se sujeta los pechos con la mano y el antebrazo izquierdo y con la derecha se peina el vello púbico hacia arriba. Tendría que cortárselo.
  • Era tan absurdo estar esperando la muerte, tan natural desearla.
  • Resulta difícil saber si sonríe o si simplemente no le caben las fundas en la boca.
  • Seguramente por eso, porque no trabaja, no se cree con derecho a disfrutar del ocio.
  • Quizá la necesidad de escribir no sea más que un síntoma de su infelicidad. Puede que escriba porque no es feliz o para saber por qué no lo es, y si lo fuera no necesitaría hacerlo.

«Amistad de sardinas», un cuento de Javier Peñas


—Ya vale —le dije a Julien.

—¿Qué pasa, Pierre, tanto te importa despeinarte un poco?

—Levanta el pie del acelerador, por favor.

—Tranquilo, que controlo.

—Vas a matarnos; ya verás.

—Vosotros dos —dijo Julien mientras miraba por el retrovisor—, ¿vais bien ahí de-trás, no decís nada a este de mi derecha?

Marcel y Lucas sonrieron sin contestar.

—Si lo llego a saber os dejo en París mamando letras y me largo yo solo —continuó Julien.

Unos minutos después, Lucas leyó en voz alta el titular de uno de los periódicos que acababa de comprar:

—Jacques Chirac, candidato del RPR, obtuvo el 52,6% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales celebradas ayer domingo. Lionel Jospen se quedó cerca, con un 47,4%.

El ronroneo del motor del coche fue el único que pareció atender al comentario de Lucas. Mientras lamentaba de nuevo que me hubieran convencido para venir a esta isla perdida y dejar a medias mis estudios de filología inglesa en París, el descapotable de-rrapó en la gravilla acumulada en una de las curvas. Julien frenó hasta detenerse en un ensanche de tierra del arcén. El polvo levantado se mezcló con la cálida brisa que subía por el acantilado sobre el que se recortaba la carretera. Se bajó del auto y se aproximó al borde del precipicio. El sol se ponía sobre el Mediterráneo.

—Ha merecido la pena llegar hasta aquí, ¿verdad? —dijo Julien después de unos minutos en silencio.

—Ya lo creo —contestó Marcel, mientras nos acercábamos despacio a él. Julien te-nía razón. Los tonos rojos y violáceos cubrían buena parte de la sábana de agua que se extendía a nuestros pies. El sol, aun en los últimos estertores del día, recortaba unas nu-bes de cartulina con precisión de cirujano. Sin olas ni los graznidos de las gaviotas, solo escuchaba mi respiración.

—Sabía que os iba a gustar —insistió Julien.

Permanecimos allí diez, quince, veinte minutos, no recuerdo bien, hasta que desapa-reció la última brizna de luz.

—Tengo hambre, podríamos ir a cenar ya —dije después de rumiar varias frases, impaciente por abandonar aquel lugar de excesiva belleza.

—Solo piensas en comer, Pierre —dijo Julien sin dejar de mirar el horizonte.

—Tiene razón —dijo Lucas—; dentro de poco será de noche y esta carretera se las trae.

Julien dejó pasar unos segundos y continuó.

—De acuerdo, vamos a tomar algo; además, no podemos tardar mucho en abrir el restaurante.

Marcel fue el primero que se giró para regresar al coche, al mismo tiempo que otro vehículo pasó muy cerca de él. Dio un paso hacia atrás, resbaló y perdió el equilibrio. Antes de que reaccionáramos los demás, Julien se había lanzado hacia él. Marcel cayó de lado, justo al borde del precipicio, gracias a que Julien consiguió alcanzarle y aga-rrarle una pierna. Lucas y yo quedamos inmóviles; Lucas parecía incrédulo; yo no, me atormentaba por no haber actuado antes que Julien. Después del bloqueo inicial, nos acercamos a Marcel y Julien. Se levantaron juntos sin nuestra ayuda y, a continuación, se abrazaron. Trastabillando y apoyándose mutuamente llegaron hasta el descapotable.

—Venga, no ha pasado nada —dijo Julien, a la vez que se chupaba la sangre que le brotaba de una mano.

—¿Te duele? —le preguntó Marcel.

—Conduzco yo; vosotros sentaos detrás —dije.

«Qué habría sucedido si Marcel se hubiera despeñado», pensaba mientras conducía, «si se hubiera destrozado su cuerpo tras golpearse una y otra vez durante la caída. Los demás, vivos, como si nunca hubiera existido el otro, Marcel, el muerto; tristes, pero aliviados». El silencio, reforzado por el rumor continuo del motor, nos acompañó duran-te buena parte del recorrido. Conduje con precaución respetando todas las señales de tráfico y, en especial, procuré no pisar la raya continua de la carretera. Solo respetando las normas se podía conseguir que un grupo de personas o hasta una sociedad entera pu-diesen convivir en armonía. Aunque fuera solo por comodidad. No me importa decir que las respeto para despreocuparme. Para eso había servido la educación que recibí, lo que aprendí en París durante todos estos años: potitos con forma de libros. Vosotros compor-taos con mansedumbre y seréis felices. Una mierda. Feliz era Julien. Él no pensaba, casi ni siquiera hablaba. Él actuaba. Los demás lo sabíamos y lo seguíamos. ¿No estáis hartos de tanta palabrería seudofilosófica? —no dejaba de decirnos, y continuaba— yo sí. Ya somos mayorcitos. ¿Qué preferís un título universitario para entrar en el paro o ser due-ños de vuestra vida? Era una pregunta tramposa, pero a Marcel y a Lucas parecía darles igual. Los ojos fijos en el líder. Yo dejaba correr pensamientos como estos, conduciendo por zigzagueantes carreteras, de vuelta al restaurante, con el brazo izquierdo apoyado sobre la portezuela y con el cristal bajado. Una gozada, la verdad.

Miré al retrovisor para dirigirme a Julien y a Marcel:

—Hoy quedaos en el banquillo; Lucas y yo nos encargamos de todo.

—De eso nada —dijo Julien, y continuó—; a que no Marcel.

—Ni hablar, yo estoy bien.

—Yo me quedo en la cocina mientras Pierre atiende a los clientes —intervino Lu-cas.

—No y basta —cortó Julien.

—Vale, no insisto.


Aquella noche hubo poca clientela, a pesar de lo cual el local se llenó del habitual olor de sardina a la plancha mezclada con vino. Poco antes de cerrar, desde la mirilla de la puerta del habitáculo que hacía las veces de oficina, yo no dejaba de mirar a Marcel, que descansaba apoyado sobre el borde del mostrador que daba a la cocina; mientras tanto, Lucas colocaba las cacerolas y guardaba los restos de comida precocinada en el frigorífico. Julien, sentado con una joven en una de las mesas, la hablaba al oído mien-tras ella sonreía. En cuanto él apoyó su brazo sobre el hombro de la mujer, Marcel se irguió y volvió a la cocina. Regresó al poco tiempo con la cazadora puesta, cruzó el sa-lón y salió del restaurante sin despedirse.

Para entonces, hacía ya cuatro meses que alquilamos aquel pequeño establecimiento en Calvi. La primera vez que entró Julien, a pesar de que la techumbre estaba medio caída y olía a pescado podrido, abrió los ojos y soltó su famoso perfect. Tras llenarse el aire con esta palabra, había que pensarse mucho qué decir a continuación porque sabía-mos que era casi imposible hacerle cambiar de opinión. Él sería el relaciones públicas, el que sentaría los clientes y tomaría nota de las comandas. Como me negué a sudar en la cocina, fueron Marcel y Lucas los que tuvieron que ponerse el gorro de cocinero a pesar de que nunca antes habían probado, ni menos cocinado, la más simple ratatuille; lo que no impidió que se organizaran tan bien que no recuerdo que ningún cliente se hubiera quejado alguna vez. A mí, si quería estar con ellos no me quedaba más remedio que ocuparme de lo demás, del papeleo, las provisiones y todo ese rollo. Marcel como jefe de cocina y Julien como director, el local funcionaba como un reloj, la verdad, sin una palabra más alta que otra, muchas veces solo con miradas; por eso me sorprendió que aquella noche Julien siguiera susurrando a su chica mientras Marcel salía del restau-rante. Apagué la luz de la oficina, me despedí con un chau que me sonó más alto de lo normal e intenté alcanzar a Marcel. Me lo encontré a dos manzanas, fumándose un piti-llo con la mirada dirigida a un fondo con luces rutilantes sobre un mar.

—Qué ganas tenía de respirar aire puro —le dije.

—¿Sabías que Julien ya conocía a Chloé cuando llegamos a Calvi?

—¿Quién, la que estaba con él en el restaurante? —Marcel afirmó con la cabeza—. ¿Estás seguro? Nunca nos habló de ella en París.

—Me lo dijo ella misma. Hace unos días. Chloé esperaba en una mesa a que volvie-ra Julien, que había ido a la peluquería a recortarse algo la melena. El salón estaba vacío y yo no tenía nada pendiente que hacer en la cocina. A ella no le importó que me senta-ra. Nos dio tiempo a bebernos dos copas de vino Ajaccio. Ella fue la que lo convenció para que alquilara este local.

Marcel pisó la colilla del cigarrillo; el humo del tabaco se desvaneció y ocupó su lugar la humedad salada que exhalaba el mar. A izquierda y derecha, bancos alineados y separados unos pocos metros entre sí. Todos vacíos. Los días empezaban a acortarse y por las noches la brisa era lo bastante fuerte como para convencer a la gente de que se quedara en su casa para ver el último capítulo clonado de Gran Hermano. Julien nos había mentido y yo me alegraba, la verdad, no sé muy bien por qué.

—Bueno, no es tan importante, Marcel. Todos decimos mentirijillas.

—Esto no es una mentira cualquiera, Pierre. Nos ha traicionado por esa mujer.

—Tampoco es para tanto. Quiso matar dos pájaros de un tiro y a nosotros nos vino bien. Míralo así.

—Si lo hubiera sabido cuando aún estábamos en París no habría dejado la carrera para venirnos hasta el culo del mundo.

Noté que le temblaba la voz y no continué. Al poco rato, Marcel encendió otro piti-llo.

—O sea, que te habrías quedado allí aplaudiendo a Chirac mientras se cargaba todo lo hecho por Mitterrand —dije, en un intento por sacar a Marcel de su ensimismamiento.

—No me digas que tú todavía crees en el rollo ese de la derecha y la izquierda. —Sabía hacerme dudar y no me apetecía continuar por ese camino.

—¿Quieres que hable con Julien? —pregunté por decir algo.

—No, ni se te ocurra.

—¿Estás pensando en regresar al continente?

—Pienso en todo y no pienso en nada.

El silencio me hacía creer que oía el oleaje.

—Venga, vamos a dormir. Seguro que mañana te levantas de mejor ánimo —dije.

Pasaron tres semanas con las rutinas habituales. Solo Lucas parecía más hablador que de costumbre. En una de sus charlas, me dijo que notaba raro a Marcel, que un par de veces le había sorprendido removiendo un guiso cuando este ya se había pegado, apa-rentemente insensible al olor a quemado.

—¿Sabes qué es lo que le puede pasar? —me preguntó Lucas.

—Ni idea —respondí.

—Le pregunté una vez y me dijo que estaba un poco cansado, nada más. Se me ocu-rrió decirle que lo que necesitaba era una tía maciza que le contentara y me llamó ma-chista.

—¿Tú sabías que Chloé y Julien se conocían desde antes de que viniéramos aquí? —pregunté.

—Ni idea.

—Podía haber venido él solo y no insistirnos tanto, ¿no te parece? —continué por ver cómo reaccionada Lucas.

—Bueno, él no insistió mucho; el que sí lo hizo fue Marcel, ¿recuerdas la cara que puso cuando dijo Julien que quería irse de París?

—No me acuerdo.

—Pues yo sí, mira. —Lucas se sujetó los párpados con las manos y abrió la boca de-jando caer la mandíbula.

Esa misma noche, Marcel avisó de que le apetecía escaparse unos días para dar una vuelta solo por Cerdeña. Que si las iglesias de allí eran mucho más monumentales que las de Córcega, que si el gusto italiano por la vida. En fin, que quería irse. Julien le ha-bló de irnos los cuatro y cerrar el restaurante unos días, pero él se apresuró a decir que ni hablar, que necesitaba airearse un poco, que volvería pronto con ganas renovadas. No insistimos mucho, la verdad, para hacerle cambiar de opinión ya que, estaba seguro, yo no debía ser el único que notaba la tensión que vibraba en los silencios de Marcel.

—Tengo el billete para mañana y salgo temprano; nos vemos a la vuelta —dijo por fin Marcel, sin darnos tiempo a despedirnos.

Durante el día siguiente no llegaron noticias de Marcel; tampoco las esperábamos, la verdad. Éramos solo tres para atender el restaurante y, a pesar del poco público que teníamos, nos costó aplacar la impaciencia de algunos clientes. Julien lucía un semblan-te nada amigable, muy extraño en él, que yo atribuía al exceso de trabajo por la ausencia de Marcel. Terminamos el día sin ganas de hablar y nos encaminamos hacia nuestras respectivas habitaciones.

A eso de las tres de la mañana, llamaron a mi puerta. Era Julien.

—¿Qué pasa?

—Me han telefoneado los padres de Chloé. No ha vuelto a casa esta noche.

—Se habrá entretenido con alguna amiga.

—Anoche quedamos en el restaurante, a eso de las once, y no apareció.

—¿Quieres que vayamos a buscarla?

—Le ha pasado algo, lo sé —dijo mirándome a los ojos. Vi en ellos un brillo dife-rente al habitual. ¿Sería posible que el líder se pusiera a llorar?

Por la mañana denunciamos la desaparición de Chloé. Cada día que pasaba sin tener noticias de la muchacha, Julien era menos Julien; una pena, la verdad. De Marcel tam-poco volvimos a saber nada más.

FIN

Todos los derechos reservados.
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Descubriendo a Mario Benedetti gracias a «La tregua», su novela corta


Tenía ganas de leer una novela que no rezumara lirismo. Una que se leyera por la historia, sin que por ello olvidara una escritura solvente. Esta novela corta de Mario Benedetti lo ha conseguido.

Frustrado con el «Libro de Manuel», una novela de Julio Cortázar


Julio Cortázar es uno de mis escritores preferidos (mejor que «favoritos», ¿verdad?). Después de leer su cuento «El perseguidor», incluido en su libro de relatos Las armas secretas, me propuse leer la totalidad de su obra. De hecho, es el autor con más reseñas en este blog: Todos los fuegos el fuego, Deshoras, La otra orilla, Alguien que anda por ahí, Queremos tanto a Glenda, Final del juego y Octaedro. Aunque sin comentarios en el blog, también leí Bestiario y Las armas secretas. Incluso me atreví con Rayuela, su novela más celebrada.

De nuevo Gabriel García Márquez, esta vez con «El amor en los tiempos del cólera»


Cada vez que termino una novela me pregunto si el autor siguió un esquema previo o se dejó llevar. En esta ocasión, y sin tener ningún fundamento objetivo, me he convencido de que García Márquez fue arrastrado por su imaginación para llevarle a uno de los finales posibles sin que él lo tuviera decidido al comenzar a escribir.  Me atrevo a hacer esta suposición porque los protagonistas, o aparentes protagonistas, de la primera parte de la novela no son los auténticos protagonistas del resto del relato. Puedo estar equivocado, nunca llegaré a saberlo, lo sé, pero ¿esta convicción resta valor a la obra? Sí y no. Sí lo hace si se entiende esta novela como una narración improvisada en lugar de algo meditado y con una intención previa; no lo hace si vemos la novela como un producto gozoso del placer escritor de una imaginación tan exuberante como la del autor.

Inmerso en las «Meditaciones» de Marco Aurelio


Me maravilla cómo, dos mil años después de que fueran escritas, pueda yo estar leyendo estas meditaciones o reflexiones o consejos de un emperador romano que, además de ser un gran aficionado a la lectura y de tener que gobernar el mayor imperio de la época, no dejó nunca de guerrear contra los bárbaros que no dejaban de poner a prueba las fronteras; una dicotomía pensador/guerrero que cuesta desprenderse de ella mientras se lee este libro.

«El corazón helado», la larga y, aún así, excelente novela de Almudena Grandes


Y lo acabé. Son casi mil páginas; mil páginas llenas de buena literatura, pero son muchas páginas para un solo libro. ¿Un solo libro? Puede ser, pero con varias historias, algunas tan desarrolladas que por sí mismas merecerían un volumen para cada una. Esa variedad y profundidad obliga a una miríada de personajes y de tiempos narrativos que, en mi opinión, debilitan el interés del lector, pero no llegan a anularlo gracias a la minuciosa y visual prosa de Almudena Grandes. De hecho, estoy seguro de que de en ningún otro libro he anotado tantos fragmentos como en este; en muchos de esos retazos es apabullante la belleza y maestría de su factura.

El estilo de la autora demuestra un control absoluto de la técnica narrativa:
  • en las repeticiones, por ejemplo. Recurre a ellas con frecuencia y se preocupa de hacérselas evidentes al lector, que las recibe, no como torpezas sino como muestras de un estilo preocupado por el ritmo. Un ejemplo: he llegado a contar las treinta y tres veces que se repiten «las caderas de la protagonista» como «eje sobre el que gira el mundo» . Así mismo, son recurrentes las enumeraciones que se repiten, tal cual, unos cuantos párrafos más adelante.
  • en la narración en primera persona para uno de los dos protagonistas y en tercera persona para el otro, de forma que se van alternando. Gracias a ello, el lector no se pierde en ningún momento. Cada uno de los protagonistas, aunque se relacionan entre sí casi desde el comienzo, sirven como referente de sus respetivas familias.
  • en las continuas antítesis para reflejar sentimientos o emociones, como cuando dice que «el verbo creer es el más ancho, el más estrecho de todos los verbos.»
  • en la necesidad de explicar lo que sucede en más de una y dos formas diferentes, como si quisiera asegurarse de que el lector entiende bien lo que quiere decir. Para ello recurre con frecuencia a comparaciones y metáforas que confirman la portentosa imaginación de la autora.
  • en la utilización de diversas formas narrativas, como en los párrafos exentos de signos de puntuación a lo largo de varias páginas, o en la lectura de una carta intercalada con pensamientos, lectura que repite en tres ocasiones, añadiendo pequeños matices cada vez.
  • en la facilidad para mezclar los versos de un poeta con el propio discurrir de la trama; como en los de Miguel Hernández engarzados con los pensamientos del protagonista: «Hablé y hablé durante mucho tiempo, todo el que hizo falta para escarbar la tierra con los dientes, para apartar la tierra parte a parte, para minar la tierra hasta encontrar a Teresa González Puerto, y besarla en su noble calavera, y desamordazarla, y regresarla desde el fondo del hoyo en el que su hijo la había enterrado.»
Y sin embargo, este estilo puede ser su mayor debilidad ya que necesariamente deriva en una ralentización de la historia y en aumento de la extensión de la obra que, según qué lectores, puede que no sea de su agrado. De alguna forma, me recuerda a En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, una novela que se suele amar o detestar.

Mencionaré también que novelas como esta, que parten de la Guerra Civil Española o de su posguerra, me suelen provocar rabia e impotencia; rabia contra aquellos desalmados que destrozaron el proyecto de una España moderna, culta y a la vanguardia europea de libertades y derechos; e impotencia porque ya no se pueda hacer nada por remediar las consecuencias de aquello, agrandadas por la desmemoria de muchos, aun hoy, que consigue ocultar todo el terror y sufrimiento que provocó la dictadura franquista.

Termino con una pequeñísima muestra de fragmentos que he anotado y que por sí mismos ameritan la lectura de esta grandiosa, en más de un sentido, novela de Almudena Grandes:
  • A principios de marzo el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera.
  • Lisette era pequeña y concentrada, azucarada y brillante, densa y los ojos rasgados, maquillados con sabiduría, los labios gruesos, rojizos, un cuerpo compacto, menudo y esbelto, con las curvas justas, muy acentuadas, y la piel lujosa, mullida, del color que tienen los caramelos de café con leche.
  • Mi interés, casi mi obsesión, por recordar datos sueltos, imágenes, palabras, acordes discordantes en la melodiosa figura del hombre que yo había conocido, sometía mi memoria a una tensión extrema de resultados engañosos, desleales con la realidad, a base de forzar interpretaciones complejas de los hechos más simples.
  • Raquel no entendió el sentido de esas palabras, pero adivinó que el repentino interés de su abuela por arrastrarles a la terraza más cercana no pretendía otra cosa que reemplazar aquellos puntos suspensivos con un punto y final.
  • Su abuelo sonreía como un niño pequeño, como un adolescente feliz, como un estudiante fervoroso, un soldado valiente, un fugitivo con suerte, un abogado tranquilo, un luchador resignado y un madrileño lejos de Madrid, como todos los hombres que había sido, como todos los que volvió a ser en ese instante, apenas un segundo, el tiempo suficiente para pensar que tal vez hubiera llegado el momento de firmar la paz consigo mismo.
  • Mi corazón volvió a desbocarse cuando entré en un gran recibidor cuadrado y vi, al fondo, un salón descomunal, y mucho más lejos aún, una terraza que parecía precipitarse en el aire, como si estuviera a punto de echarse a volar sobre el cielo de la ciudad.
  • Cuando sonreía, tu padre parecía un sol de esos que pintan los niños pequeños, un globo amarillo, coloreado hasta romper el papel y lleno de rayos.
  • Fernando no sabía estarse quieto, no había querido, no había podido aprender a dejar pasar las horas, los días, las semanas, en los niveles de actividad sostenida, rutinaria, que para los demás definían la madurez y para él no eran más que otro nombre de la inactividad.
  • Había paciencia en la mirada de su prima, paciencia y no resignación, paciencia y no humillación, paciencia y una serenidad fácil, cómoda, casi ecuánime, hasta insensible y por eso despiadada.
  • Preferían morir a vivir en España, ellos, que eran España.
  • […] en ese instante, María Muñoz descubrió que la indignación era anaranjada, fría y caliente a la vez, dulce mientras trepaba por la garganta, seca al estallar contra el paladar […]
  • […] caía una nieve tan espesa que se podían contar los copos.
  • […] ella me respondió con una mirada casi asustada, capaz de abarcar de un golpe su asombro y mi desamparo.
  • Mi corazón trepó hasta mi boca con la pericia de una mascota bien entrenada y el impacto fue tan violento que ni siquiera me fijé en que no estaba sola.
  • Mi padre era atractivo, rico, poderoso e inculto, como suelen ser incultos los hombres ricos y poderosos, no porque no sepan muchas cosas, que él sí las sabía, sino porque se comportan como si todo lo que ignoran no existiera, como si no sirviera para nada, como si careciera completamente de importancia.
  • […] abrió los ojos, que relucían como dos espejos de agua en el incendio arrebatado y adorable de su cara […]
  • […] se parecían tanto como dos barras de pan cocidas en el mismo horno, una con mucha levadura, la otra sin ella.
  • […] la guerra le había despojado con sus dedos sencillos, despiadados, de su cómodo abrigo de cinismo.
  • […] —preguntó Ignacio a su vez, mientras sus venas se llenaban de escarcha—.
  • Así pude distinguir con precisión el color del pánico, y medir en mi propio estómago el volumen de la cantidad de nada que cabe en el vacío.
  • No podía reprocharle su crueldad sin humillarme, y por eso, y porque estaba probando el sabor de la cólera, dije lo que no debería haber dicho nunca, lo que nunca había querido pensar, lo que no me había atrevido a escuchar ni siquiera de mí mismo.
  • España no era un país, sino […] un grano rebelde que, sin picar mucho, tampoco deja nunca de resultar molesto.
  • Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo, unos versos tan simples, tan complejos, tan elegantes, tan exactos, tan rotundos, tan pequeños y tan universales a la vez en aquella voz astillada, aguda y ronca, fina como el cristal, como una aguja gozosa, un arma transparente.
  • Entre quedarse con algo y quedarse sin nada, todo el mundo prefiere quedarse con algo. Eso no es elegir, es más bien no elegir, porque la nada no puede compararse excepto consigo misma.
  • El sol caía sobre nosotros como si pretendiera aplastarnos contra las aceras […]
  • Ahora ya lo sabía todo, a un lado y al otro de aquellos ojos que me quemaban, que me dolían, y que deberían ser capaces de curarme.
  • Una maleta cerrada puede llegar a ser un objeto tan triste como un sueño cumplido, desprovisto de las ilimitadas esperanzas que caben en ella cuando aún permanece abierta sobre una cama.
  • Por un instante, creí que me daba miedo, luego pensé que me daba pena, y más tarde que lo mejor sería que me diera igual.

Acompañemos a Jonathan Swift en «Los viajes de Gulliver»


En pocos libros hasta ahora he sentido una necesidad tan imperiosa de escribir acerca de él. Es como si hubiera provocado un terremoto en mi cerebro y este necesitara explicarse para evitar males mayores.

Cortázar nunca defrauda, tampoco en «Deshoras»


Puede que la trama de algún cuento no te guste o que no la entiendas, pero incluso en esos casos encontrarás frases que te asombran por la altura literaria a la que volaba Julio Cortázar.

Mi dificultad para leer bien «El rey Lear», la obra de teatro de William Shakespeare


Empiezo por la conclusión: en el futuro evitaré leer obras de teatro traducidas al español y escritas originalmente en verso en inglés medieval, aunque su autor sea Shakespeare.

Joseph Conrad siempre será uno de los nuestros gracias a su «Lord Jim»


Comienzo por decir que, aunque he procurado no hacerlo, no me ha quedado más remedio que revelar algunos aspectos del argumento. Además, este artículo lo he redactado en tres momentos diferentes. Prometo que lo hecho así para conseguir que no solo no decaiga sino que se incremente el interés por la lectura de esta novela.

De cómo me enamoré de Jorge Amado con «Gabriela, clavo y canela»



Me siento obligado a avisar de que, en esta ocasión, para decir lo que quiero decir, desvelo algunos aspectos de la trama.

Raquel Albizu deslumbra con los secretos en su novela «El bote de canicas»

 


Redonda. Dícese de la obra que es «perfecta, completa y bien lograda». Esta definición que da el Diccionario de la lengua española para la palabra «redonda» es la que mejor se ajusta a esta novela, la primera de Raquel Albizu. Si no fuera así, cómo es posible que:
  • desde el comienzo uno se intrigue por saber qué secretos esconden los protagonistas;
  • trate con inteligencia temas universales como la envidia, la vergüenza o la crueldad;
  • se entremezcle la narración del presente con lo sucedido en el pasado sin que el lector se dé cuenta;
  • se disfrute de una narración clara y eficaz, escasa de rebuscadas e innecesarias metáforas;
  • se desarrolle la historia en un contexto rico de detalles; y
  • se trame todo a través de una estructura ligada con el juego de canicas, que da título a la obra.

«La ridícula idea de no volver a verte», un libro inclasificable de Rosa Montero




No suelo atender las palabras dichas a modo de alabanza de alguien que acaba de fallecer ni, menos, las que se dirigen a un muerto, como ignorando que no las va a escuchar: resulta evidente que dichos discursos se dirigen en realidad a los oyentes vivos. Por eso me resultan, en buena medida, impostadas. Marie Curie, en el diario que escribió tras la muerte de su marido, Pierre Curie, y que se incluye al final de este libro, es cierto que parece hablar con su marido, pero, a diferencia de los falsos aduladores, ella lo hace sin la intención de hacer público su doliente monólogo. De alguna forma, me recordó el de Carmen, la protagonista de Cinco horas con Mario, la novela de Delibes, que ya comenté en este blog (aquí).

Descubriendo a Manuel Vázquez Montalbán en «Los pájaros de Bangkok»

 



Lo primero que suele ocurrírseme cuando termino de leer un libro que me ha gustado es «cómo es posible que no haya leído antes nada de este autor»; después me digo «tengo que leerme toda su obra», para finalmente reconocer que «bueno, tampoco es eso, hay muchos otros autores y libros, y lo mismo hay alguno que incluso me guste incluso más».

Dos fragmentos y poco más de «El juguete rabioso», una novela de Roberto Arlt


Libro extraño, que me ha resultado indiferente en su conjunto, pero con abundantes momentos deliciosos, como el siguiente:


«Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella, flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.»


Momentos mezclados con fragmentos crudos, pero muy lúcidos, como cuando define sagazmente la psicología del vendedor típico:

«Para vender hay que empaparse de una sutilidad "mercurial", escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios o malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque "así es la vida" [...] No parecerá entonces exagerado decir que entre un individuo y el comerciante se han establecido vínculos materiales y espirituales, relación inconsciente o simulada de ideas económicas, políticas, religiosas y hasta sociales, y que una operación de venta, aunque sea la de un paquete de agujar, salvo perentoria necesidad, eslabona en sí más dificultades que la solución del binomio de Newton. [...] Además, hay que aprender a dominarse, para soportar todas las insolencias de los burqueses menores. [...] Por lo general, los comerciantes son necios astutos, individuos de baja extracción, y que se han enriquecido a fuerza de sacrificios penosísimos, de hurtos que no puede penar la ley, de adulteraciones que nadie descubre o todos toleran. [...] El hábito de la mentira arraiga en esta canalla acostumbrada al manejo de grandes o pequeños capitales y ennoblecidos por los créditos que les conceden una patente de honorabilidad y tienen por eso espíritu de militares, es decir, habituados a tutear despectivamente a sus inferiores, así lo hacen los extraños que tiene necesidad de aproximarse a ellos para poder medrar.»


Pero si tengo que elegir, prefiero los párrafos como el que me ha servido para introducir esta pequeña reseña. Efectivamente, el Arlt que me gusta, el que me emociona es el que muestra el lado entrañable en medio de la miseria. No deja de ser un último rayo de esperanza que nos permite darnos cuenta de que hasta la persona más ruin es, o por lo menos fue, un ser humano con sentimientos nobles.

En resumen, se trata de una enumeración de vivencias, eso sí, fenomenalmente bien descritas, que no es poco.

Leer «El infinito en un junco», un ensayo de Irene Vallejo, para disfrutar de un viaje por la historia de los libros



Solo puede haberse escrito esta obra desde el amor casi reverencial por los libros y, sobre todo, por la escritura, esta habilidad estrictamente humana que ha permitido trascender personas, épocas y regiones.

Adentrándome en «El túnel», una novela de Ernesto Sabato


En ocasiones uno lee porque no sabe hacer nada mejor. Unas veces se disfruta, otras no tanto; frecuentemente se está deseando llegar al final; en pocas se desearía demorarlo para siempre. Que pase una cosa u otra depende del libro, claro, pero también del estado de ánimo con que uno se encuentre, de las expectativas, del hueco que el libro pretendía llenar.

Reflexionemos sobre la dignidad con «Los restos del día», una novela de Kazuo Ishiguro


Un buen libro puede entretener pero, sobre todo, debería hacer pensar, tendría que hacernos dudar de nuestras creencias; si solo las confirma, habremos pasado un buen rato leyéndolo, pero inmediatamente después de terminarlo nos ocuparemos de lo siguiente en nuestra lista de actividades diarias sin que se vuelva a rememorar lo leído; si acaso, se buscará otra lectura del mismo autor.

Muchos más que «Padres e hijos» en la novela de Ivan S. Turguéniev


Al margen de lo que conocía de esta novela por lo que he leído en otros libros (sociología de la prerevolución rusa), no me cabe duda de que Turguéniev pretendía mucho más que mostrar unos cuantos caracteres sociales. Más bien creo que, aprovechando o poniendo como excusa esos caracteres, el autor intentó reflejar en su obra la eterna división de la naturaleza humana basada en el siguiente planteamiento: cuanto más consciente se es de nuestra condición existencial, menos feliz se puede llegar a ser. Además, una vez que se sabe lo que se es, es casi imposible regresar al estado de ignorancia que permitía ser feliz, como sucede, por ejemplo, con el paso de la juventud a la madurez. En aquélla todo era ilusión porque no se hacían preguntas acerca de la propia situación personal. En la madurez ha desaparecido la ilusión ya que se sabe cuál será el final, de modo que las preguntas que se hacen ya no tienen respuesta.

El atrevimiento de «El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde», de Robert Louis Stevenson


Si nos fiamos del tópico, esta novela corta, o nouvelle, es una alegoría de la naturaleza dual del ser humano: el bien y el mal luchan sin descanso y del enfrentamiento resultan buenas personas, malvadas y, en la mayoría de los casos, personas normales en las que no predomina ninguno de los dos perfiles, o al menos durante mucho tiempo. Esta sencilla categorización, bastante maniquea, me ha recordado una algo más sofisticada de Carlo Maria Cipolla, de su libro Allegro ma non troppo, que divide a la humanidad en cuatro grupos, de menos a más deseables: los estúpidos (se perjudican ellos y perjudican a los demás), 
los malvados (se benefician ellos a costa de perjudicar a los demás), los incautos (se perjudican a sí mismos aunque benefician a los demás) y los inteligentes (actúan tanto en su beneficio como en el de los demás). A poco que nos paremos a pensar, seguro que se nos ocurren más subdivisiones, dada la enorme complejidad y diversidad de la que estamos dotados como especie. Tras esta pequeña digresión, que pretendía cuestionar el tópico dualista tan extendido para justificar la novela de Stevenson, regreso a aquella.

Yo también hablo de «El guardián entre el centeno», novela de J.D. Salinger

 




He aquí un libro que no deja indiferente. O te enamoras de él o lo odias. O descubres mil facetas de la naturaleza humana que te confirman lo que ya sospechabas, o no encuentras ningún sentido a los tres días en los que transcurre la aparentemente trivial aventura de Holden, el protagonista adolescente. O alucinas con la habilidad del autor para caracterizar a cada uno de los personajes a través de sus diálogos, sobre todo a los más jóvenes, o reniegas del lenguaje barriobajero, muchas veces soez, de Holden. O...

Viajando con Matsuo Bashô por las «Sendas de Oku»



Más allá del soneto y hasta de la medieval cuaderna vía, existe poesía. El haiku es un ejemplo de ello. Los primeros haikus se suponen escritos en Japón tan temprano como en el siglo VIII, aunque se acepta que no se llegó a la plenitud de su desarrollo hasta el XVII, gracias al monje Matsuo Bashô, autor del librito que acabo de leer.

«Queremos tanto a Glenda» y a Julio Cortázar, el autor de este libro

Continúo visitando a mi admirado Cortázar, siempre como un aficionado que se asoma a su prosa con el ansia de disfrutarla y, de rebote, esperar que alguna pizca de su maestría decida habitarme.

El Existencialismo de Sartre a través de su novela «La náusea»

Por lo que creía saber de Sartre como filósofo esperaba que esta fuera una novela de lectura difícil. No lo ha sido en absoluto. El argumento de la historia es claro, la prosa es sorprendentemente accesible sin que renuncie a mostrar las emociones más íntimas del protagonista, Antoine Roquentin, un alterego, parece, del autor.

Me ha agotado mi segundo acercamiento a Byung-Chul Han,«La sociedad de la transparencia»

Me ha venido grande. Cuando leí el ensayo La sociedad del cansancio, también de Han, quise continuar profundizando en el pensamiento de este filósofo contemporáneo. Me equivoqué. La sociedad de la transparencia me ha resultado demasiado inextricable; como en estos ejemplos:

Otro más que quiere descifrar «Alicia en el País de las Maravillas», de Lewis Carroll

Libro infantil para unos y, para otros, obra maestra del género nonsense (sin sentido), género solo apto para adultos. Leer Alicia en el País de las Maravillas siempre ha supuesto un reto para mí precisamente por aquella dualidad, agravada por conocer la totalidad de la historia tras haber visto varias veces la película homónima de Disney.

Sigo desorientado tras releer «La tercera mentira», de Agota Kristoff

En pocas novelas como en esta me ha costado tanto empezar a escribir sobre ellas. Normalmente hay algún aspecto que resalta sobre los demás y que me sirve de chispa para iniciar el comentario. Con La tercera mentira no solo no he encontrado ese punto de arranque sino que me mantiene desconcertado. ¿Fue esta la intención de la autora, ofuscar al lector, romperle sus esquemas? Nunca lo sabremos.

Destrozado pero feliz tras empaparme con «La lluvia amarilla», novela de Julio Llamazares


Escuché decir a Julio Llamazares, autor de esta novela, que la auténtica literatura no se conforma con entretener sino que, sobre todo, busca provocar emociones. Hace tiempo habría coincidido con él; sin embargo, reconozco que he ido cambiando (no me atrevo a decir «evolucionando»), y ahora ya no estoy tan seguro. El no aburrimiento o «entretención», como la denomina el escritor Alejandro Zambra en su ensayo Tema libre, se da si existe emoción. Uno se entretiene jugando al parchís porque se emociona al jugar, por poco que sea. Lo que, traducido a la literatura, vendría a decir que todos los lectores buscan emocionarse, unos mediante la «entretención», otros mediante el descubrimiento de nuevas y afortunadas metáforas, otros con una intriga galopante, otros...

Continúo con Agota Kristof gracias a su novela «La prueba»

Segundo libro de la trilogía Claus y Lucas. En el primero, El gran cuaderno, que ya comenté en este blog, aquí, dos hermanos escriben sus memorias, hasta que se separan. En esta ocasión Lucas, uno de los niños, ya es un joven adulto que vive en una ciudad gris de posguerra en la que, sin embargo, surgen personajes que interaccionan con él, a veces a su pesar.

El incendiario «Fahrenheit 451» de Ray Bradbury


Mientras leía este libro me olvidé de mis prejuicios contra la ciencia ficción, y me alegré de haberlo hecho. Gracias a ello he podido disfrutarlo o, lo que es lo mismo, sentir las angustias y las esperanzas del protagonista, Montag, a pesar de situarse en un mundo distópico, tan lejano de mis lecturas habituales.

Un interesante pero difícil ensayo de Emilio Lledó: «El silencio de la escritura»

Con este libro me equivoqué. Me lo recomendó un amigo, creo que porque me supone mejor escritor de lo que en realidad soy. Me ha costado horrores entenderlo y, no lo he conseguido siempre, pero de vez en cuando, más bien de tarde en tarde, aparecía una «perla» que me convencía para no abandonar.

Por fin mi novela, «Viento», ya está disponible en Amazon



«¿Cuándo es demasiado tarde para cambiar en la vida? Esta pregunta y otras parecidas tuvo que hacerse Jon, el protagonista de esta novela. La forma en la que respondió no le resultó la más cómoda, pero es que preguntas cómo aquella requieren de un valor no muy extendido entre nosotros. Para ello, Jon tuvo que ir hasta Nueva York para renacer, pero ¿fue suficiente con eso? Tendrías que leer su historia para saberlo.»

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