Su secretaria le había buscado un hotel cercano al congreso de París, pero la proximidad no evitó que la lluvia le mojara hasta la cartera y el pasaporte, que guardaba en un bolsillito interior de la americana. Gómez corrió lo más rápido que pudo hasta el hotel, se paró en me-dio del vestíbulo y miró a ambos lados. Un empleado uniformado se dirigió hacia él.
—¿Puedo ayudarle, Monsieur? —preguntó, mientras crecía el círculo de agua alrededor de los zapatos.
—No, no, gracias. Bueno, sí, llegué esta mañana y ya me dieron ustedes la tarjeta-llave, pero no tuve tiempo de subir a mi habitación. Creo que está en la tercera planta. ¿Los ascen-sores, por favor?
La carrera para llegar al hotel, la temperatura del vestíbulo y el gran número de personas que deambulaban por él, hicieron que le latieran con fuerza las sienes. Se aflojó el nudo de la corbata para aliviar algo el sofoco que amenazaba con sonrojarle el rostro.
—Por supuesto, Monsieur Gomes. Al fondo, a derecha e izquierda. ¿Su número de habi-tación es la 339?
—Sí, exacto, buena memoria —respondió Gómez con una sonrisa que disfrazaba una inoportuna envidia por la habilidad del empleado.
—Le aconsejo que tome uno de los ascensores de la izquierda.
El botones le deseó unas buenas noches aderezadas de un servilismo algo trasnochado. Gómez lo observó unos instantes mientras se alejaba. El empleado tenía una ligera cojera y un tic en la mano derecha: no dejaba de frotar la uña del dedo índice contra el pulgar, como si quisiera encontrar un padrastro que le estuviera molestando, y lo hacía de una forma tan rápida e insistente que, a distancia, parecía una pinza de cangrejo por mano.
Gómez cruzó el vestíbulo mientras se veía reflejado en un espejo estilo Art Nouveau que cubría por completo una de las paredes; «sí, debo de ser yo», pensó. Siempre se sorprendía al reconocerse en un espejo: necesitaba algunos segundos para asumir que, efectivamente, era él el reflejado. Sin dejar de andar, se acercó algo más a la pared. El pelo le caía lacio sobre la frente hasta taparle las cejas; las hombreras del traje se habían hinchado por el agua absorbi-da y estaban caídas hacia delante. Solo unos ojos marrones le confirmaron que, efectivamen-te, era él, un ejecutivo en la cincuentena obligado a viajar a París. Esbozó una sonrisa y con-tinuó hasta los ascensores. Frente a ellos, ya esperaba una mujer. Gómez se situó unos centí-metros detrás de ella, sin llegar a ver su rostro. Le sobresaltó el timbre del elevador en el momento en el que empezaba a preguntarse «y si detrás de la puerta del ascensor solo existía un hueco, un vacío». Intentó apartar este pensamiento con seis parpadeos rápidos, como re-comendaba el libro de autoayuda que había comprado en una librería del aeropuerto. Pero no funcionó: las imágenes iban y venían desbocadas. Las puertas comenzaron a abrirse, la mujer dio un paso al frente, pero se detuvo hasta que se abrieron lo suficiente.
Con ambos pasajeros dentro, la cabina se puso en movimiento sin brusquedad, con pere-za, en completo silencio. Al poco tiempo, Gómez se dio cuenta de que no había pulsado el botón de su planta. Buscó la botonera, pero no la encontró. Los únicos accesorios que rom-pían la uniformidad del acero bruñido del interior del ascensor eran un pulsador rojo con un dibujo de una campanita, a la izquierda, y un marcador luminoso que indicaba el número de planta en la que se encontraba la cabina, a la derecha.
—Perdone, ¿sabe cómo se elige la planta? —preguntó Gómez, preocupado.
—Pardon, je ne parle pas espagnol.
—Ah, pardon.
Los dígitos que indicaban la planta mostraban «01» cuando Gómez sacó su teléfono mó-vil. Tocó la pantalla con insistencia, pero el aparato no se encendió; lo levantó y lo dirigió hacia la mujer. Él gesticuló como queriendo decir que le dejara el suyo, pero ella se limitó a pasear la mirada por el móvil, primero, después por la cara de Gómez y, finalmente, por el indicador de planta. «Con esta pinta que tengo seguro que cree que soy un mendigo», pensó él.
Cuando el ascensor anunció el tercer piso y no se detuvo, Gómez hizo como que pulsaba botones en una de las paredes del elevador cerca del pulsador de emergencia, a la vez que miraba alternativamente a la mujer y al número de planta que mostraba el indicador; gesto que no provocó en ella más que una mueca disfrazada de sonrisa.
«En el quinto piso y aquí estoy, como un tonto, al lado de una mujer muda o como si lo fuera y esto no se para», pensaba Gómez, «la situación es absurda, nunca había visto nada parecido; alguien me está tomando el pelo, seguro. En fin, que sea lo que sea lo que piense de mí esta mujer, voy a hacer sonar la alarma». Apretó el pulsador rojo varias veces con fuerza. No se oyó ningún ruido. Tal vez sonara el timbre en la recepción y por eso no se oía nada dentro del ascensor. Pudiera ser, pero suponerlo no lo tranquilizó.
El marcador ya indicaba la planta séptima cuando se dio cuenta de que la mujer tenía un tic nervioso en la mano derecha, parecido al del botones del hotel. «¿Y si estoy secuestra-do?», pensó, «¿o estoy muerto y me llevan al infierno? Esto es absurdo». Su mirada, nada in-discreta, debió servir para que la mujer se apartara de él y se acercara un poco más a las puer-tas.
A la altura del octavo piso, Gómez resbaló su espalda por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Con las piernas dobladas, la cabeza entre las manos y los ojos cerrados, no dejaba de repetirse «que sea lo que Dios quiera».
Llegaron a la novena planta, las puertas se abrieron y aparecieron dos empleados del ho-tel. Uno era el uniformado del vestíbulo y el otro debía de ser un técnico ascensorista. La mu-jer salió sin más, dijo algo en voz baja a los empleados y se fue hacia las habitaciones. El que parecía ser un técnico se quedó revisando las puertas mientras que el uniformado entró en la cabina y se agachó junto a Gómez para decirle:
—Monsieur, ¿se encuentra mal, lo acompaño para que lo vea el médico del hotel?
—Los botones, no hay botones —dijo Gómez.
—¿Perdone? —preguntó el empleado.
—¿Dónde están los puñeteros botones?
—¿Botones? Ah, para pedir la planta. No hay, no hacen falta. Hace tiempo que se cam-bió el sistema por uno nuevo que no necesita botones.
—Entonces, ¿cómo le digo al maldito ascensor en qué piso quiero bajarme?
—Él lo sabe —dijo el botones con calma.
—¿Quién?
—El ascensor lee la tarjeta magnética de su habitación; tiene un chip, como si fuera un GPS. Quizás, ¿ha olvidado su tarjeta, Monsieur?
—No, aquí está. —Gómez sacó su tarjeta-llave, aún mojada, del bolsillito interior de la chaqueta—. Pero, si es como dice, ¿por qué no se ha parado el ascensor en la tercera planta, la de mi habitación?
—Está mojada, ha debido de producirse un cortocircuito en el chip —dijo el técnico, que ya había comprobado que el circuito de las puertas funcionaba correctamente.
—Lo siento, Monsieur, es la primera vez que pasa algo así —dijo el botones mientras ayudaba a levantarse a Gómez.
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