Ahora sí, paso a comentar «Los girasoles ciegos».
¿Quién fue este Alberto Méndez, autor de obras maestras como los cuatro relatos incluidos en este libro? ¿Cómo pudo ser alguien que no escribió más obras y cuyo nombre no figura habitualmente en la lista de grandes escritores en lengua española? Estos fueron mis primeros pensamientos tras leer estos cuentos. Inmediatamente después busqué por internet. No encontré mucho: fue editor, comunista y, al final de su vida, publicó los cuatro cuentos de esta recopilación. Recibió algunos galardones por ello, alguno póstumo. Nada más. Nada menos, si lo que tenía que decir, lo dijo en estos cuatro relatos largos.
Historias ambientadas en la Guerra civil española hay muchas, pero pocas centradas en la vida de perdedores (no de los perdedores), como en estos cuatro relatos; historias de perdedores que, sin embargo, engrandecen interiormente al que las lee. Tienen la habilidad para hacernos creer que, mientras las leemos, somos capaces de palpar esa sustancia invisible de la que estamos hechos los humanos, en especial cuando nos permiten ver lo mejor de nosotros mismos al contemplar lo peor en los demás; los demás, que no dejamos de ser nosotros mismos ya que la maldad sobrevive gracias a la gente normal.
Cuatro historias de la posguerra civil española narradas con una gran sabiduría literaria en un estilo sin adornos, muy comprensible, pero asombrosamente eficaz para conmover al lector, como se puede comprobar en los siguientes fragmentos:
- A media mañana, cuando la luz del día convertía aquel hangar en una jaula de nostalgias rezadas en voz baja...
- Si alguien gritó, nadie pudo oírlo.
- Una bala le había dado en la parte alta de la frente de tal suerte que resbaló sobre su cráneo, abriendo una profunda herida casi hasta la nuca, sin romper la calavera. Tenía sangre en el rostro, en las sienes, en el cuello, pero la tierra había servido de cauterio y, aunque ahora sangraba de nuevo, mientras estuvo inconsciente su corazón tuvo una razón para latir además de la del miedo.
- Inercias de una guerra que, como otras guerras, acaban pero nunca se resuelven.
- Por fin, llegó a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso.
- ¿Cómo se corrige el error de estar vivo? ¡He visto muchos muertos pero no he aprendido cómo se muere uno!
- Verles a los dos en la misma cama, boca arriba, Elena tan acabada y él tan sin hacer, ha sido como trazar una raya entre lo verdadero y lo falso.
- El ruido de la tierra cayendo sobre su cuerpo rígido y el olor de su cuerpo en descomposición provocaron en mí un llanto tan sofocante que por un momento tuve la sensación de que también yo iba a morir. Pero morir no es contagioso. La derrota sí.
- Trato de recordar versos de Garcilaso para orar sobre tu tumba, Elena, pero ya no recuerdo ni siquiera la memoria.
- Hoy le he besado. Por primera vez le he besado. Se me habían olvidado mis labios de no usarlos.
- Sin embargo, como contraste viril a tanta decrepitud, un bigote fino y horizontal, perfectamente paralelo al suelo le dotaba si no de fiereza, de cierta incapacidad para la sonrisa.
- La nuez de Juan subiendo y bajando cada vez que buscaba saliva para aliviar la sequedad de su boca era lo único que se movía en aquella sala.
- Añoró a su hermano adolescente, ajeno a todo, capacitado ya para observar todos los horrores e inepto aún para incorporarlos a su vida.
- El silencio no se termina, se rompe; su cualidad fundamental es la fragilidad y el epitelio sutil que lo circunda es transparente: deja pasar todas las miradas.
- Oscuro como un misal, era capaz de pasar desapercibido en los corrillos donde se condenaba al que condena y se vencía al vencedor.
- El pan de centeno no flotaba. Se hundía en el fondo del tazón sin asas, pero el hambre estaba tan domesticada que aguardaba sabiamente a que aquellos mendrugos se embebieran en leche y se hicieran comestibles.
- En casa vivíamos una complicidad parlanchina, en la calle vivíamos un bullicio silencioso. Yo tenía que disimular lo que mi padre me enseñaba en casa cuando estaba fuera y remozar lo que ocurría en el exterior cuando estaba en casa.
- Esto me hace pensar que mis padres tenían miedo de enseñarme lo que pensaban y yo tenía miedo de saber lo que pensaban.
- Descubrí que el Metro olía a ropa usada, tenía la temperatura del aliento y estaba iluminado con la misma luz que suele haber en la habitación donde se mueren los enfermos.
La historia de Los girasoles ciegos me pareció conmovedora
ResponderEliminarYa somos dos a los que nos ha causado la misma impresión.
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