Este es un libro curioso. Desde el mismo título se nos hace creer que se trata de una novela para pasar el rato. La misma historia sigue una trama sencilla, muy clásica. Se lee fácil, sin dobleces. Pero en este páramo argumental Eduardo Mendoza coloca los dos elementos que, en mi opinión, reflejan la maestría de un gran escritor: la construcción de los personajes y la ambientación.
Que hayan sido cinco los artículos de esta serie me ha hecho pensar que, muy posiblemente, se haya generado la sensación de que el procedimiento que he ido describiendo es largo y, por tanto, poco práctico. O, como mínimo, que resulta más rápido utilizar el buscador de Word o, mejor, la herramienta estadística de Scrivener. Sé que no es así y que el método que he descrito no es solo más exhaustivo sino también mucho más eficiente y rápido; intentaré corroborar esta afirmación en este último artículo de la serie con un pequeño ejemplo práctico (ya sabéis, me cuesta evitar mi vena científica)
Suelo empezar las novelas varias veces; ya lo dije en un artículo anterior. Pero en esta ocasión el número de reinicios ha superado ampliamente la media. ¿Diez, quince? No podía creerme la crudeza y la cercanía con la que se narraba el horror de la guerra y necesitaba iniciar una y otra vez la lectura, hasta que conseguí quitarme la gasa de incredulidad que me cubría.