«Los miserables» y mucho más en la novela de Victor Hugo


    Hoy es el día en el que he terminado esta obra magna, en calidad y en tamaño: 1.347 páginas. Empecé a leerla hace unos cinco meses, tras ostentar el título de libro más recomendado en mis ránquines particulares. En mi descargo, diré que durante este tiempo no solo he leído esta novela, aunque, por los motivos que cito a continuación, unas secciones me las bebía mientras que otras se me atragantaban.

    Tras la lectura, tengo sensaciones agridulces o, como dicen, los anglosajones "mixed feelings". Me explico. El comienzo («Fantine») y el final («Jean Valjean») me han parecido insuperables gracias a la habilidad del autor para apelar a las emociones del lector; tanto que, en algunos momentos, me fue difícil refrenar las lágrimas. Sin embargo, las tres partes intermedias («Cosette», «Marius» y «El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Dennis») con ser buenas, no, mejor, buenísimas, quedan ensombrecidas por los extensos capítulos dedicados a la descripción de hechos al margen completamente de la trama. Puedo entender un par de páginas dedicadas a la ambientación para introducir la batalla de Waterloo o para predisponer al lector acerca del origen y desarrollo de las alcantarillas de París, pero cuando se dedican 56 páginas a lo primero o 27 a lo segundo no puedo dejar de pensar que o bien el autor tenía una intención pedagógica o bien le interesaba añadir páginas a su obra. Lo mismo podría decir de las decenas de páginas dedicadas a la naturaleza de los conventos franceses, a los golfillos parisinos o al origen lingüístico de las jergas. Como el autor no me puede leer, me atrevo a recomendar a futuros lectores de esta novela que se salten dichas secciones sin remordimientos, con el convencimiento de que no se van a perder ni un ápice de la trama ni, por tanto, del interés de la historia. Eso sí, si les apetece adentrarse en las interioridades de los acontecimientos que se describen, adelante y disfruten, porque están narrados magistralmente.

   La novela consigue atraer tanto a lectores gustosos de novela romántica como de otros géneros (aventuras, histórica, etc.) sin por ello dejar de hacer una crítica a la sociedad de su época, en especial al sistema policial, judicial, político y social de la Francia de comienzos del siglo XIX. Sin embargo, han pasado doscientos años desde entonces y hoy mismo es posible encontrar, en el fondo, problemas parecidos a los que denuncia Victor Hugo. Aun así, tras la capa externa con la trama en sí y la segunda capa de denuncia social se encuentra lo que más me interesa: el debate moral entre el bien y el mal y la confusa línea que los separa. El bien no siempre es lo mejor, al igual que el mal no es siempre lo peor. La novela es capaz de sembrar dudas en el lector, de ahí su maestría.

    Un apunte final. El autor no se limita a describir algo con una frase; parece necesitar hacerlo mediante la multiplicación de metáforas, como si quisiera estar seguro de que se le ha entendido. Cuando se refieren a la naturaleza son sencillamente deslumbrantes, por lo certeras y lo imaginativas que son.

    Acabo con algunos fragmentos que he anotado. No puedo transcribir todos ellos, ya que harían interminable este artículo, por lo que solo aparecen una brevísima selección:

• Si de joven fue flaca, en la madurez se convirtió en transparente; y entre aquella diafanidad se intuía al ángel.

• Iba a visitar a los pobres cuando tenía dinero; cuando se le acababa, iba a visitar a los ricos.

• [...] estudiaba las plantas; le gustaban las flores. Respetaba mucho a los sabios, respetaba aún más a los ignorantes.

• A los pies, lo que puede cultivarse y recolectarse; por encima de la cabeza, lo que puede estudiarse y sobre lo que es posible meditar; unas pocas flores en la tierra y todas las estrellas en el cielo.

• Hay hombres que trabajan extrayendo oro; él se dedicaba a extraer compasión.

• Las personas agobiadas no miran atrás. Saben de sobra que la mala suerte las va siguiendo.

• Siente que lo sepultan a la vez esos dos infinitos, el océano y el cielo; uno es tumba y el otro es sudario.

• Que lo pongan a uno en libertad no quiere decir que lo liberen. Del presidio se sale; de la condena, no.

• Como si fuera una lechuza que ve salir el sol de repente, al presidiario lo había deslumbrado, y como cegado, la virtud.

• Charlas en la mesa y charlas de amor: son aquéllas tan inaprensibles como éstas; las charlas de amor son nubes, las charlas en la mesa son humo.

• El retruécano es la cagada del ingenio que vuela.

• Cuando lo vieron ganar dinero, dijeron: es un comerciante. Cuando lo vieron repartir el dinero, dijeron: es un ambicioso. Cuando lo vieron rechazar los honores, dijeron: es un aventurero. Cuando lo vieron rechazar el trato social, dijeron: es un borrico.

• No hay nadie que más espíe lo que hace la gente que aquellos a quienes ni les va ni les viene.

• Por mucho que labremos lo mejor que podamos el bloque misterioso de que está hecha nuestra vida, la veta negra del destino vuelve a aparecer siempre.

• ¡Dios mío, ser bueno es muy fácil; lo difícil es ser justo!

• Hay un espectáculo mayor que el mar, y es el cielo; hay un espectáculo mayor que el cielo, y es el alma por dentro.

• Es sobre todo en las horas en que necesitaríamos más unirlos a las realidades dolorosas de la vida cuando se rompen en el cerebro los hilos del pensamiento.

• Lo primero que le llamó la atención en aquel patio con soportales fue una puerta del siglo XVI que finge estar cumpliendo un cometido de arcada, pues todo lo de alrededor se ha desplomado.

• Era como una lluvia de rosas que cruzase por aquel luto.

• Ese fantasma, el pasado, tiene tendencia a usar un pasaporte falso. Caigamos en la cuenta de la trampa. Desconfiemos. El pasado tiene un rostro: la superstición, y una máscara: la hipocresía. Denunciemos el rostro y arranquemos la máscara.

• En el claustro, se sufre para gozar. Se emite una letra de cambio a cuenta de la muerte. Se descuenta en oscuridad terrenal la luz celestial. En el claustro se acepta el infierno como anticipo de herencia del paraíso.

• Un rayo de sol le rozaba la cara a Cosette dormida, que tenía la boca algo abierta y parecía un ángel que bebiera luz.

• El papanatas es la quintaesencia de la monarquía. El golfillo es la quintaesencia de la anarquía.

• Había en toda su persona el estupor de una vida acabada que no había empezado.

• Hay en los compartimentos secretos de la beatería cierta curiosidad por el escándalo.

• No le doy gran importancia a la victoria. No hay nada tan estúpido como vencer; la gloria auténtica consiste en convencer.

• […] bendice a Dios por haberle dado estas dos riquezas de que carecen muchos ricos: el trabajo, que lo hace libre, y el pensamiento, que lo hace digno.

• Para recibirlo a uno bien, sólo piden que tengas irreprochable una cosa. ¿La conciencia? No, las botas.

• Estaba en esa estación de la vida en que la inteligencia de los hombres que piensan se compone, casi a partes iguales, de hondura e ingenuidad.

• Tenía los ojos pequeños y la mirada grande.

• La luz no se lleva hasta el azul del cielo los perfumes terrenales sin saber qué va a hacer con ellos; la noche reparte esencia de estrellas entre las flores dormidas.

• Marius estaba en esa edad en que, en lo referido al mal, nada crees; más adelante llega la edad en que lo crees todo. Las sospechas no son sino arrugas. En la primera juventud no hay arrugas.

• La miseria de un niño le interesa a una madre; la miseria de un joven le interesa a una muchacha; la miseria de un viejo no le interesa a nadie.

• Marius había vivido aún demasiado poco para saber que nada es más inminente que lo imposible y que lo que hay que tener siempre previsto es lo imprevisto. Presenciaba su propio drama como una obra de teatro que no entendiera.

• —Prométame que me dará un beso en la frente cuando me muera. Lo notaré.

• Hay veces en que embarcarse en la muerte es la forma de librarse del naufragio; y la tapa del ataúd se convierte en tabla de salvación.

• En esa sonrisa automática, que causa un exceso de mandíbula y una cortedad de piel, se ven más los dientes que el alma.

• No es posible conseguir que un pueblo avance por sorpresa a mayor velocidad de la que desea.

• La dicha a secas es como el pan a secas. Da de comer, pero no de cenar.

• No se veían, se contemplaban.

• Estaba inmóvil como un cadáver mientras el pensamiento se le revolcaba por los suelos y remontaba el vuelo, a ratos como la hidra y a ratos como el águila.

• Toparse de pronto con semejante secreto en medio de la dicha es algo así como descubrir un escorpión en un nido de tórtolas.

• La naturaleza divide a los seres vivos en los que llegan y los que se van. Los que se van están vueltos hacia la sombra; los que llegan, hacia la luz. Y de ahí nace una separación que, por parte de los viejos, es fatídica y, por parte de los jóvenes, involuntaria.

• Morir no es nada; no vivir es espantoso.

    Por último, el fragmento que justifica el título de esta obra: «[…] existe un punto donde los desventurados y los infames se mezclan y se confunden en una sola palabra, una palabra fatídica: los miserables».

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Redes sociales