«El peligro de estar cuerda», el presuntamente contradictorio título del libro de Rosa Montero


Tras unas pocas páginas empecé a creer que solamente se trataría de un libro que intentaba hacernos creer que los escritores son poco menos que una clase especial de personas que se caracterizaban por el hecho de que ser enfermos mentales y, por tanto, más que envidia deberíamos tenerles lástima. Hacen algo, escribir, que la mayor parte de los humanos somos incapaces de hacer, al menos con su habilidad; pero debemos consolarnos porque es una de las muchas consecuencias de su enfermedad, la mejor y más llamativa; otras como su propensión al suicidio o su imposibilidad de llevar una vida normal no pueden considerarse muy positivas. Es como si nos dijeran que el precio que tienen que pagar los escritores, y los creativos en general, por ser envidiados sería el de su precaria salud mental. Me ha recordado a la pena que pretenden darnos algunos poderosos (políticos, empresarios, etc.) por la vida estresada que llevan para procurarnos bienestar. ¿Queda claro que no me considero escritor a pesar de haber escrito dos novelas, más de cien cuentos y doscientos artículos de este blog?

En esa creencia estaba cuando me percaté de que el libro era mucho más: conforme avanzaba en su lectura se iba convirtiendo en un intento de Rosa Montero por hacer ver al lector lo que ella había aprendido a lo largo de su vida, su sabiduría vital, lo valioso,  digamos; valioso no en el sentido de que nos dé consejos para vivir mejor, como si de un libro de autoayuda se tratara, sino que nos muestra hechos reales y profundos solo aprendidos tras reflexionar y no dejarse engañar por las apariencias. Tanto es así que en muchas ocasiones no oculta una visión desecantada de la vida, y del ser humano en particular; una visión que solo puede ser comprendida en su totalidad por una persona que haya vivido un buen número de años. Sin embargo, a pesar de ello, ella quiere que veamos que sigue adelante, por mucho que no sepa por qué lo hace.

En los fragmentos que siguen, una pequeña muestra de los muchos que he anotado, puede comprobarse la «sabiduría vital» que he mencionado:

  • Siento que aquellas Rosas del ayer son de algún modo distintas a mí, de la misma manera que la vieja que hoy me ha secuestrado tampoco soy del todo yo.
  • Quiero decir que, emocionalmente infantiles como todos somos, tendemos a creer que el valor artístico termina por reconocerse antes o después, quizá póstumamente, pero de manera indefectible, porque necesitamos aferrarnos a certidumbres de orden. Pero la vida es el desorden puro, el caos más insensato; y estoy convencida de que hay por ahí otros Cervantes y otros Shakespeares olvidados (y unas cuantas mujeres entre ellos) que jamás serán rescatados de la desmemoria. En resumen: que nada ni nadie nos puede asegurar, de manera objetiva y mensurable, si nuestra obra es buena, regular o malísima.
  • No descubro nada cuando digo que, al enamorarnos locamente de alguien, no estamos viendo la realidad de ese alguien, sino que lo utilizamos como percha para depositar sobre él o sobre ella el ectoplasma del amante ideal.
  • Por eso el apasionado típico repite una y otra vez el mismo esquema: arroja sobre el primero que le viene a mano su modelo de adoración ideal y lo sostiene pedaleando con la imaginación a toda marcha durante algunos meses, hasta que la realidad va desgastando y pudriendo el espejismo. Momento en el cual apagamos el reflector con el que proyectábamos sobre el otro o la otra la diapositiva del amado perfecto y nos vamos con la música a otra parte, es decir, con el ansia de intensidad intacta y el mono de la abstinencia aullando en la barriga, a la búsqueda de otro maniquí de carne y hueso sobre el que inventarnos al hombre o la mujer soñados.
  • La existencia es una discoteca barata vista a la luz del día.
  • Los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido.
  • Somos todos novelistas, escritores de un único libro, el de nuestra existencia.
  • La inmensa mayoría de los suicidas no quieren morir.
  • Escucha: si alguna vez sientes que avanza el amok, si la lava se acerca con su aliento de fuego, piensa que este que ahora eres no eres tú. Que tus pensamientos están momentáneamente desconectados; que tu juicio es tan poco juicioso como el de quien se ha tomado una dosis de ácido lisérgico. ¿No es absurdo y penoso que alguien, en una subida de LSD, crea ser Superman y se arroje por una ventana? Pues el suicida desesperado juzga su situación de la misma tóxica y confundida manera. Aguanta. Aguanta hasta que baje el nivel del alucinógeno. Aguanta hasta que cambie la situación, porque inevitablemente cambiará. Aguanta siquiera un día más. Sé tu propio policía, saca la pistola y ordena: sal de ahí. Y saldrás.
  • Tu cuerpo es una Troya asediada que al final, lo sabes con plena certidumbre, acabará cayendo. Lo único que te falta por conocer es cuál será el caballo. Pueden fallarte las rodillas, la columna, las caderas, terminar sentado en una silla; pueden darte mareos y acabar incapaz de mantenerte derecho; puedes perder la capacidad respiratoria y tener que llevar oxígeno, la cardiaca y no poder casi moverte, la mental y convertirte en una especie de monstruoso bebé deteriorado. La carne es capaz de traicionarte de muchas maneras.
  • Nadie recuerda ya a los millones y millones de individuos que nos precedieron, esa inmensa legión de existencias minúsculas. Si afinas mucho el oído quizá puedas escuchar el rumor de sus pasos sobre la Tierra, el ritmo de sus pies bailando el Gran Baile. La vida es un sueño diminuto, un espejismo de luz en una eternidad de oscuridades. Y eso es nada, y es todo.

Y también del carácter «no normal» de los escritores:

  • La existencia es un caos y uno de los servicios que prestamos los novelistas (una de las razones primeras por las que me lees, por las que yo leo) es dar una apariencia de causalidad y de sentido a una realidad que es solo furia y ruido.
  • Las novelas son una pequeña isla de significado en el mar del desorden.
  • Ya hemos visto [en los escritores] unos cuantos de esos elementos esenciales: la mayor disociación y la conciencia clara de la multiplicidad; la obsesión con el paso del tiempo y con la muerte; el contacto temprano con la decadencia y con la pérdida; la dualidad defensiva frente al trauma, con un yo que sufre y otro yo que sabe todo y no siente nada; la necesidad, sin embargo, de haber sido alguna vez lo suficientemente amado; la madurez precoz del niño entomólogo y, como consecuencia, una infancia demasiado adulta; la inmadurez, por el contrario, del adulto (una inmadurez fisiológica, química, cerebral); las posibles desconexiones momentáneas; la sensación de impostura, también en los afectos, porque el entomólogo, ya está dicho, no siente; la imaginación frondosa y paralela, a ratos fatigosa y dolorosa; la tendencia a una hipersensibilidad emocional y sensorial; y, sin duda, una mayor predisposición a los trastornos psíquicos.
  • Para bailar bien, para hacer bien el amor y para escribir bien hay que anestesiar al yo controlador.
  • Escribir es un milagro poderoso que, paradójicamente, nace de la impotencia, y que permite a quien está preso de sí mismo (de su cabeza fallida, de su neurosis, de un mundo irreal) construirse una existencia lo suficientemente válida.
  • [Los escritores] Somos yonquis de la intensidad para intentar no ver las cuencas vacías de la calavera.

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