El atrevimiento de «El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde», de Robert Louis Stevenson


Si nos fiamos del tópico, esta novela corta, o nouvelle, es una alegoría de la naturaleza dual del ser humano: el bien y el mal luchan sin descanso y del enfrentamiento resultan buenas personas, malvadas y, en la mayoría de los casos, personas normales en las que no predomina ninguno de los dos perfiles, o al menos durante mucho tiempo. Esta sencilla categorización, bastante maniquea, me ha recordado una algo más sofisticada de Carlo Maria Cipolla, de su libro Allegro ma non troppo, que divide a la humanidad en cuatro grupos, de menos a más deseables: los estúpidos (se perjudican ellos y perjudican a los demás), 
los malvados (se benefician ellos a costa de perjudicar a los demás), los incautos (se perjudican a sí mismos aunque benefician a los demás) y los inteligentes (actúan tanto en su beneficio como en el de los demás). A poco que nos paremos a pensar, seguro que se nos ocurren más subdivisiones, dada la enorme complejidad y diversidad de la que estamos dotados como especie. Tras esta pequeña digresión, que pretendía cuestionar el tópico dualista tan extendido para justificar la novela de Stevenson, regreso a aquella.

Entonces, ¿de qué va Jekyll y Hyde?: de lo que quiera el lector. Para alguien preocupado por la deificación de la ciencia y la tecnología, el relato es un aviso de lo que nos espera; para otro interesado en la historia, es una crítica a la división estamental de la sociedad británica de finales del XIX; ¿para mí?... el tema es lo de menos. Me interesa, el atrevimiento, la originalidad estructural de la novela, con un narrador en tercera persona que en ocasiones habla en primera y que alterna con el recurso epistolar; también me ha interesado la ambientación, la maestría del autor para que el lector palpe la niebla, los resquebrajamientos de las hojas, el frío... Tan bien lo hace que, a pesar de ser una trama conocida en esencia por la mayoría de nosotros, el libro se lee con interés creciente. Seguramente, algo ha ayudado en ello la excelente traducción de Juan Antonio Molina Foix de la edición que he utilizado.

Termino con una pequeña muestra de los muchos fragmentos que he anotado de esta novela:
  • [...] los escaparates de las tiendas que se alineaban a lo largo de aquella calle parecían invitarle a uno como si fueran filas de sonrientes dependientas.
  • [...] me sobrevino ese estado de ánimo en el que un hombre presta atención a cualquier ruido y empieza a anhelar la presencia de un policía.
  • Un gran velo de color chocolate encapotaba el cielo, pero el viento no dejaba de soplar, dispersando aquellos acuciantes vapores; de modo que, mientras el coche de alquiler circulaba lentamente de calle en calle, el señor Utterson contempló una portentosa cantidad de grados y matices de penumbra: aquí, oscuro como la noche cerrada; allí, un resplandor de un color marrón subido, chillón, como procedente de un extraño incendio; y por un momento la niebla se dispersaba por completo, y entre sus arremolinadas volutas asomaba un macilento rayo de luz diurna.
  • Todavía suspendida al vuelo, la niebla cubría la ciudad, y las farolas brillaban tenuemente como carbúnculos; y abriéndose paso entre aquellas nubes perdidas que lo envolvían todo, el desfile de la vida ciudadana seguía llegando a raudales a través de las grandes arterias con el estruendo de un fuerte vendaval.
  • Llevaba escrito en su rostro de manera legible que estaba condenado a muerte.
  • A veces pienso que si supiéramos todo lo que puede depararnos [la vida], nos alegraríamos más al abandonarla.
  • Los tres somos viejos amigos, Lanyon; no viviremos lo suficiente para hacer otros nuevos.
  • Era una noche fría y desapacible, propia de marzo, con una luna pálida recostada sobre el horizonte como si el viento hubiese arremetido contra ella, y unas nubes volantes de la más diáfana y algodonosa textura.
  • Empecé a percibir con mayor claridad de lo que jamás se ha afirmado, la trémula insignificancia, la nebulosa transitoriedad, de este cuerpo aparentemente tan sólido en el que vamos envueltos.

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