Leer «El infinito en un junco», un ensayo de Irene Vallejo, para disfrutar de un viaje por la historia de los libros



Solo puede haberse escrito esta obra desde el amor casi reverencial por los libros y, sobre todo, por la escritura, esta habilidad estrictamente humana que ha permitido trascender personas, épocas y regiones.

Para empezar, el título es precioso. Enigmático y atrayente. Poco a poco se vislumbra la conexión con el libro, un ensayo que combina con ingenio una particular historia del libro en sus múltiples soportes, además del conocimiento y la literatura, con ciertas dosis autobiográficas, todo ello presentado de un modo tan ameno que el lector se siente con frecuencia interpelado.

La autora repasa minuciosamente el trayecto desde los primeros soportes escritos, no literarios, desde luego, hasta llegar al mundo helénico y, posteriormente al romano. A partir de este último, pasa de puntillas por la Edad Media y los tiempos más cercanos a nosotros. A veces es apabullante la desmesura de conocimiento del mundo antiguo que despliega Irene Vallejo, tanto de autores como de obras; y de lo que no conoce, porque no hay testimonios, no duda en imaginarse lo que pudo haber sucedido, cosa que hace con la verosimilitud que otorga el entusiasmo y, sobre todo, el mimo por lo que se escribe.

Lejos de presentar una sucesión de acontecimientos, parece que nos abraza por la cintura y nos lleva como amigos por los lugares donde sucedieron los acontecimientos hace tres mil años; para lo cual no desdeña insertar estratégicamente expresiones coloquiales que bajan los humos a los clásicos más encumbrados.

El libro aprovecha para denunciar el ninguneo injusto que han sufrido las mujeres durante los mundos griegos y romanos, pero también en las posteriores y hasta en la actual. La autora se resarce de alguna manera demostrando cómo buena parte de la terminología literaria se abastece de términos relacionados con la actividad ejercida tradicionalmente por las mujeres: «la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de una historia, el desenlace de la narración; devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga.»

El empeño y el buen narrar de la escritora ha quedado confirmado por la indignación que me provocaba a veces descubrir el fanatismo, la intransigencia y la injusticia de los que ha hecho gala la humanidad en muchos momentos de su historia. Menos mal que quedaban compensados por los momentos en los que brillaban personajes que conseguían, gracias a los libros, perdurar en generaciones futuras.

Una curiosidad final: una catalogación de los posibles títulos de obras, que no había visto hasta ahora:

  • Por la densidad poética
  • Por la ironía
  • Por el desasosiego
  • Por inesperados y enigmáticos
  • Por los secretos presentidos

He anotado gran cantidad de fragmentos, pero aquí dejo una selección, más larga de lo habitual, de los que más me han gustado:

  • La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad.
  • En un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibrio al filo del abismo.
  • Internet es una emanación —multiplicada, vasta y etérea— de las bibliotecas.
  • El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática: el papiro.
  • Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas «vitelas», que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre —la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización—. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia.
  • A diferencia de nosotros, los habitantes del mundo antiguo creían que lo nuevo tendía a provocar más degeneración que progreso. Algo de esa reticencia ha perdurado en el tiempo; todos los grandes avances —la escritura, la imprenta, internet…— han tenido que enfrentarse a detractores apocalípticos. Seguro que algunos cascarrabias acusaron a la rueda de ser un instrumento decadente y hasta su muerte prefirieron acarrear menhires sobre la espalda.
  • En esos años, fui perdiendo los dientes de leche, uno a uno. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo —la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, y el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía—.
  • Somos seres económicos y simbólicos. Empezamos escribiendo inventarios, y después invenciones (primero las cuentas; a continuación los cuentos).
  • Me había convertido en una yonqui de los tebeos, y cada tarde exigía dosis mayores.
  • Los escritores antiguos comprendieron muy pronto que los caminos más fascinantes son aquellos que nacen en las grietas, en los puntos ciegos y en las manipulaciones del relato.
  • [...] la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo.
  • En el fondo, lo que las comunidades humanas tienen en común es aquello que inevitablemente las enfrenta: la tendencia a creerse mejores. Como descubrió la mirada irónica del griego nómada, todos estamos muy dispuestos a considerarnos superiores. En eso somos iguales.
  • Incluso en las democracias contemporáneas estallan polémicas acaloradas sobre los límites del humor y la ofensa. En general, las posturas sobre este asunto dependen de si las convicciones en juego son las nuestras o las de otros. La tolerancia tiene conjugación irregular: yo me indigno, tú eres susceptible, él es dogmático.
  • Aquí tropezamos con la paradoja y el drama de la risa: la mejor es aquella que tarde o temprano encuentra enemigos.
  • Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio. Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo.
  • Los griegos y romanos creían que todo texto escrito necesita apropiarse de una voz viva con el fin de completarse y alcanzar su plenitud. Por eso, el lector que paseaba su mirada por las palabras y empezaba a leerlas sufría una especie de posesión espiritual y vocal: su laringe era invadida por el aliento del escritor. La voz del lector se sometía, se unía a lo escrito. El escritor, aun después de su muerte, utilizaba a otros individuos como instrumento vocal, es decir, los ponía a su servicio. Ser leído en voz alta significaba ejercer un poder sobre el lector, incluso a través de las distancias del espacio y el tiempo.
  • Si un amigo, una amada o un amante coloca un libro en nuestras manos, rastreamos sus gustos y sus ideas en el texto, nos sentimos intrigados o aludidos por las líneas subrayadas, iniciamos una conversación personal con las palabras escritas, nos abrimos con mayor intensidad a su misterio.
  • Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes.
  • Los censores de todas las épocas corren el peligro de desencadenar un efecto contraproducente, y esta es su gran paradoja: dirigen los focos de atención precisamente sobre aquello que pretendían ocultar.
  • Solemos olvidar la miseria de otras épocas, en parte porque la literatura, la poesía y las leyendas celebran a aquellos que vivieron bien y olvidan a quienes se ahogaron en el silencio de la pobreza. Los periodos de escasez y hambre han sido mitificados e incluso se recuerdan como edades doradas de simplicidad pastoril. No lo fueron.

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