Descubriendo a Mario Benedetti gracias a «La tregua», su novela corta


Tenía ganas de leer una novela que no rezumara lirismo. Una que se leyera por la historia, sin que por ello olvidara una escritura solvente. Esta novela corta de Mario Benedetti lo ha conseguido.

Escrita en formato de diario y, por tanto, en primera persona, consigue introducir al lector en un pasado muy presente, en el sentido de que el pasado de cada entrada del diario se refiere a lo acontecido el mismo día en que es escrita.

Confieso que recelaba de este formato, pero el autor consiguió desde el  comienzo transmitirme la humanidad del protagonista, narrador y redactor del diario a lo largo de un año; año en el que ve cómo, en el declive de su vida, un acontecimiento le aporta un sentido inesperado.

A lo largo de las páginas, trufadas con las peripecias del protagonista, aparecen pequeños fragmentos de sabiduría, de filosofía basada en la experiencia, que nos reconcilian con el ser humano que somos al comprobar que nosotros, también, participamos de dichos conocimientos, aunque en la vorágine de la vida diaria los mantengamos tan ocultos que llegamos a creer que no los tenemos.

Ya antes de empezar la lectura, me gustó la intriga que introduce el título, «La tregua», dando por hecho que tenía que ver con el tema de la obra. Solo al final, y porque el autor da la pista, lo pude descubrir. Te propongo que, si lo encuentras, lo indiques en los comentarios.

Una novela corta cuya agradable lectura no va en detrimento, si no al contrario, del poder revelador que, seguramente, pretendía el autor.

Dejo una pequeña muestra de fragmentos que he anotado:

  • Blanca tiene por lo menos algo de común conmigo: también es una triste con vocación de alegre.
  • Pero está la otra ciudad, [...] la de los jubilados y pelmas varios, en fin, que creen ganarse el cielo dándoles migas a las palomas de la plaza.
  • Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj.
  • Sé que tenía ojos verdes, pero no puedo sentirme frente a su mirada.
  • Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día más desalentador, el más insulso. Quisiera quedarme en la cama hasta tarde, por lo menos hasta las nueve o las diez, pero a las seis y media me despierto solo y ya no puedo pegar los ojos. A veces pienso qué haré cuando toda mi vida sea domingo. Quién sabe, a lo mejor me acostumbro a despertarme a las diez.
  • Cuando el tipo reía, era como para ponerse a reflexionar sobre las imprevistas variantes de la imbecilidad humana.
  • Una de las cosas más agradables de la vida: ver cómo se filtra el sol entre las hojas.
  • Mi libertad es otro nombre de mi inercia.
  • Tenemos que apurarnos hacia el encuentro, porque en nuestro caso el futuro es un inevitable desencuentro.
  • Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces sí vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones, y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de desgraciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio, la normalidad.
  • Cuando se está en el foco mismo de la vida, es imposible reflexionar.
  • En las oficinas no hay amigos; hay tipos que se ven todos los días, que rabian juntos o separados, que hacen chistes y se los festejan, que se intercambian sus quejas y se transmiten sus rencores, que murmuran del Directorio en general y adulan a cada director en particular. Esto se llama convivencia, pero sólo por espejismo la convivencia puede llegar a parecerse a la amistad.
  • Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas.
  • Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y de su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración.
  • Al que llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor, un dolor para el cual sean necesarias las máximas defensas? Siempre puede matarse, pero eso, después de todo, no deja de ser una pobre solución. Quiero decir que es más bien imposible vivir en crisis permanente, fabricándose una impresionabilidad que lo sumerja a uno (una especie de baño diario) en pequeñas agonías.
  • Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la objetividad es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo, ni siquiera para cambiar un país de bolsillo como éste. Hace falta pasión, y pasión gritada, o pensada a los gritos, o escrita a los gritos. Hay que gritarle en el oído a la gente, ya que su aparente sordera es una especie de autodefensa, de cobarde y malsana autodefensa. Hay que lograr que se despierte en los demás la vergüenza de sí mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco.
  • ¿Por qué será que lo verdadero es siempre un poco cursi?
  • Los pensamientos sirven para edificar lo digno sin excusa, lo estoico sin claudicación, el equilibrio sin reservas, pero las excusas, las claudicaciones, las reservas, están agazapadas en la realidad, y cuando allí llegamos, nos desarman, nos aflojan.

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