Deslumbrado por "El adversario", novela de Emmanuel Carrère

De tarde en tarde se lee un libro que nos reconcilia, no ya solo con la literatura, sino hasta con el mundillo editorial, que ya es decir. Pues bien, en esta ocasión ha sido El adversario, la novela de Emmanuel Carrère, la que ha conseguido, de nuevo, el milagro.


Pocas obras me han trastornado tanto con su lectura como esta historia, gracias a su capacidad para mostrar sin decir aquello que más nos duele: la realidad del ser humano, una vez se quitan las sucesivas etiquetas que se le han ido asignando desde que nació, como hijo, estudiante, cónyuge, padre o amigo. Estas etiquetas, si nos fijamos bien, son externas a la persona, son reconocimientos que se le hacen y que sirven tanto al afectado como a la sociedad para reconocerse y soportarse mutuamente. Pero, ¿qué sucede si alguien pretende encontrarse más allá de las etiquetas/logros? Esta reflexión, opino, es una de las que pretende generar Emmanuel Carrère con esta novela al mostrarnos un hombre hueco.

El otro aspecto temático que intuyo en esta obra, directamente relacionado con lo dicho antes, es la búsqueda obsesiva de la aprobación del otro, el deseo constante de caer bien, sentimiento que, de una forma u otra, todos tenemos implícito en nuestros genes. Esa actitud mimética que nos hace contagiarnos de la forma de hablar, o de vestir, o de opinar de los que nos rodean, es la que nos permite que los demás nos vean como alguien de los suyos y no de los otros, como un enemigo. Ya digo que es una fuerza genética que no podemos eliminar, tenemos que aceptarla y, en todo caso, procurar que no nos arrastre hasta niveles inconvenientes. Por eso, nos gusta sentirse arropado por el grupo; pero, a la vez, es sano que exista una mínima capacidad de autocrítica que compense aquella tendencia grupal.

He empezado hablando de los temas de los que trata la novela ya que, en mi opinión, son los aspectos narrativos que más me ha impresionado, aunque no hayan sido los únicos. También me ha sorprendido muy agradablemente la calidad literaria en lo que se refiere a la profundidad de las frases, que no se limitan a describir una sucesión de escenas sino que consiguen que el lector se sitúe exactamente en el punto de vista conveniente para que se entienda bien la cadena de pensamientos tanto del narrador, que es el propio autor, como del protagonista, Jean-Claude Romand, y del resto de personajes

En cuanto a otros aspectos literarios (para mí menos relevantes que los mencionados de la temática y de la calidad de la prosa), el autor utiliza un formato semejante al de reporte periodístico basado en entrevistas con los distintos personajes, que cumple sobradamente su objetivo. Por otro lado, la estructura aparenta ser la de un "thriller" en el que hay unos asesinatos por resolver; pero, rápidamente, nos damos cuenta de que la novela no va de eso: muy pronto sabemos quién es el asesino confeso; lo que nos intriga es llegar a comprender los motivos por los que lo hace. Este deseo de comprensión se resuelve espléndidamente, hasta el punto de que uno se pregunta cómo ha sido posible que se tardara tanto en llegar a la tragedia que se narra al inicio. Pero es que la capacidad de seducción del protagonista es casi infinita y, a poco que nos descuidemos, el propio lector termina en sus redes aceptando lo inaceptable, en una especie de síndrome de Estocolmo.

En conclusión, una novela absolutamente recomendable.

Como ejemplo de la calidad que he citado antes solo voy a dejar aquí un párrafo que describe lo que se podía haber esperado que sería la vida completa que habría podido tener Florence, la mujer del protagonista:

  • Parecía destinada a una vida sin complicaciones, cuya curva de progresión una persona negativa, de las que ella no frecuentaba, habría considerado desalentadora: estudios superiores pero no demasiado a fondo, el tiempo de encontrar un marido sólido y cordial como ella; dos o tres niños hermosos a los que se inculca principios firmes y un talante alegre; un chalé en un barrio residencial con la cocina bien equipada; grandes fiestas en Navidad y de cumpleaños, sin distinción de generaciones; amigos como ella misma; un tren de vida que aumenta de forma moderada pero constante; luego la partida de los hijos, uno tras otro, sus matrimonios, el cuarto del mayor que se transforma en sala de música porque hay tiempo de reanudar la práctica del piano; el marido se jubila, no se ha notado el paso del tiempo, vuelve a haber momentos de melancolía, momentos en que se te cae la casa encima, se sienten los días demasiado largos y las visitas de los hijos son cada vez más espaciadas; una vuelve a pensar en aquel tipo con quien tuvo una breve aventura, la única, en los primeros años de la cuarentena, entonces fue algo horrible, el secreto, la embriaguez, la culpabilidad, más adelante te has enterado de que tu marido también ha vivido la suya, que incluso llegó a pensar en divorciarse; un escalofrío te anuncia la cercanía del otoño, es ya el Día de Difuntos, y un día, tras un examen de rutina, descubres que tienes un cáncer y que, en fin, se acabó, dentro de unos meses estarás enterrada.

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