«Amistad de sardinas», un cuento de Javier Peñas


—Ya vale —le dije a Julien.

—¿Qué pasa, Pierre, tanto te importa despeinarte un poco?

—Levanta el pie del acelerador, por favor.

—Tranquilo, que controlo.

—Vas a matarnos; ya verás.

—Vosotros dos —dijo Julien mientras miraba por el retrovisor—, ¿vais bien ahí de-trás, no decís nada a este de mi derecha?

Marcel y Lucas sonrieron sin contestar.

—Si lo llego a saber os dejo en París mamando letras y me largo yo solo —continuó Julien.

Unos minutos después, Lucas leyó en voz alta el titular de uno de los periódicos que acababa de comprar:

—Jacques Chirac, candidato del RPR, obtuvo el 52,6% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales celebradas ayer domingo. Lionel Jospen se quedó cerca, con un 47,4%.

El ronroneo del motor del coche fue el único que pareció atender al comentario de Lucas. Mientras lamentaba de nuevo que me hubieran convencido para venir a esta isla perdida y dejar a medias mis estudios de filología inglesa en París, el descapotable de-rrapó en la gravilla acumulada en una de las curvas. Julien frenó hasta detenerse en un ensanche de tierra del arcén. El polvo levantado se mezcló con la cálida brisa que subía por el acantilado sobre el que se recortaba la carretera. Se bajó del auto y se aproximó al borde del precipicio. El sol se ponía sobre el Mediterráneo.

—Ha merecido la pena llegar hasta aquí, ¿verdad? —dijo Julien después de unos minutos en silencio.

—Ya lo creo —contestó Marcel, mientras nos acercábamos despacio a él. Julien te-nía razón. Los tonos rojos y violáceos cubrían buena parte de la sábana de agua que se extendía a nuestros pies. El sol, aun en los últimos estertores del día, recortaba unas nu-bes de cartulina con precisión de cirujano. Sin olas ni los graznidos de las gaviotas, solo escuchaba mi respiración.

—Sabía que os iba a gustar —insistió Julien.

Permanecimos allí diez, quince, veinte minutos, no recuerdo bien, hasta que desapa-reció la última brizna de luz.

—Tengo hambre, podríamos ir a cenar ya —dije después de rumiar varias frases, impaciente por abandonar aquel lugar de excesiva belleza.

—Solo piensas en comer, Pierre —dijo Julien sin dejar de mirar el horizonte.

—Tiene razón —dijo Lucas—; dentro de poco será de noche y esta carretera se las trae.

Julien dejó pasar unos segundos y continuó.

—De acuerdo, vamos a tomar algo; además, no podemos tardar mucho en abrir el restaurante.

Marcel fue el primero que se giró para regresar al coche, al mismo tiempo que otro vehículo pasó muy cerca de él. Dio un paso hacia atrás, resbaló y perdió el equilibrio. Antes de que reaccionáramos los demás, Julien se había lanzado hacia él. Marcel cayó de lado, justo al borde del precipicio, gracias a que Julien consiguió alcanzarle y aga-rrarle una pierna. Lucas y yo quedamos inmóviles; Lucas parecía incrédulo; yo no, me atormentaba por no haber actuado antes que Julien. Después del bloqueo inicial, nos acercamos a Marcel y Julien. Se levantaron juntos sin nuestra ayuda y, a continuación, se abrazaron. Trastabillando y apoyándose mutuamente llegaron hasta el descapotable.

—Venga, no ha pasado nada —dijo Julien, a la vez que se chupaba la sangre que le brotaba de una mano.

—¿Te duele? —le preguntó Marcel.

—Conduzco yo; vosotros sentaos detrás —dije.

«Qué habría sucedido si Marcel se hubiera despeñado», pensaba mientras conducía, «si se hubiera destrozado su cuerpo tras golpearse una y otra vez durante la caída. Los demás, vivos, como si nunca hubiera existido el otro, Marcel, el muerto; tristes, pero aliviados». El silencio, reforzado por el rumor continuo del motor, nos acompañó duran-te buena parte del recorrido. Conduje con precaución respetando todas las señales de tráfico y, en especial, procuré no pisar la raya continua de la carretera. Solo respetando las normas se podía conseguir que un grupo de personas o hasta una sociedad entera pu-diesen convivir en armonía. Aunque fuera solo por comodidad. No me importa decir que las respeto para despreocuparme. Para eso había servido la educación que recibí, lo que aprendí en París durante todos estos años: potitos con forma de libros. Vosotros compor-taos con mansedumbre y seréis felices. Una mierda. Feliz era Julien. Él no pensaba, casi ni siquiera hablaba. Él actuaba. Los demás lo sabíamos y lo seguíamos. ¿No estáis hartos de tanta palabrería seudofilosófica? —no dejaba de decirnos, y continuaba— yo sí. Ya somos mayorcitos. ¿Qué preferís un título universitario para entrar en el paro o ser due-ños de vuestra vida? Era una pregunta tramposa, pero a Marcel y a Lucas parecía darles igual. Los ojos fijos en el líder. Yo dejaba correr pensamientos como estos, conduciendo por zigzagueantes carreteras, de vuelta al restaurante, con el brazo izquierdo apoyado sobre la portezuela y con el cristal bajado. Una gozada, la verdad.

Miré al retrovisor para dirigirme a Julien y a Marcel:

—Hoy quedaos en el banquillo; Lucas y yo nos encargamos de todo.

—De eso nada —dijo Julien, y continuó—; a que no Marcel.

—Ni hablar, yo estoy bien.

—Yo me quedo en la cocina mientras Pierre atiende a los clientes —intervino Lu-cas.

—No y basta —cortó Julien.

—Vale, no insisto.


Aquella noche hubo poca clientela, a pesar de lo cual el local se llenó del habitual olor de sardina a la plancha mezclada con vino. Poco antes de cerrar, desde la mirilla de la puerta del habitáculo que hacía las veces de oficina, yo no dejaba de mirar a Marcel, que descansaba apoyado sobre el borde del mostrador que daba a la cocina; mientras tanto, Lucas colocaba las cacerolas y guardaba los restos de comida precocinada en el frigorífico. Julien, sentado con una joven en una de las mesas, la hablaba al oído mien-tras ella sonreía. En cuanto él apoyó su brazo sobre el hombro de la mujer, Marcel se irguió y volvió a la cocina. Regresó al poco tiempo con la cazadora puesta, cruzó el sa-lón y salió del restaurante sin despedirse.

Para entonces, hacía ya cuatro meses que alquilamos aquel pequeño establecimiento en Calvi. La primera vez que entró Julien, a pesar de que la techumbre estaba medio caída y olía a pescado podrido, abrió los ojos y soltó su famoso perfect. Tras llenarse el aire con esta palabra, había que pensarse mucho qué decir a continuación porque sabía-mos que era casi imposible hacerle cambiar de opinión. Él sería el relaciones públicas, el que sentaría los clientes y tomaría nota de las comandas. Como me negué a sudar en la cocina, fueron Marcel y Lucas los que tuvieron que ponerse el gorro de cocinero a pesar de que nunca antes habían probado, ni menos cocinado, la más simple ratatuille; lo que no impidió que se organizaran tan bien que no recuerdo que ningún cliente se hubiera quejado alguna vez. A mí, si quería estar con ellos no me quedaba más remedio que ocuparme de lo demás, del papeleo, las provisiones y todo ese rollo. Marcel como jefe de cocina y Julien como director, el local funcionaba como un reloj, la verdad, sin una palabra más alta que otra, muchas veces solo con miradas; por eso me sorprendió que aquella noche Julien siguiera susurrando a su chica mientras Marcel salía del restau-rante. Apagué la luz de la oficina, me despedí con un chau que me sonó más alto de lo normal e intenté alcanzar a Marcel. Me lo encontré a dos manzanas, fumándose un piti-llo con la mirada dirigida a un fondo con luces rutilantes sobre un mar.

—Qué ganas tenía de respirar aire puro —le dije.

—¿Sabías que Julien ya conocía a Chloé cuando llegamos a Calvi?

—¿Quién, la que estaba con él en el restaurante? —Marcel afirmó con la cabeza—. ¿Estás seguro? Nunca nos habló de ella en París.

—Me lo dijo ella misma. Hace unos días. Chloé esperaba en una mesa a que volvie-ra Julien, que había ido a la peluquería a recortarse algo la melena. El salón estaba vacío y yo no tenía nada pendiente que hacer en la cocina. A ella no le importó que me senta-ra. Nos dio tiempo a bebernos dos copas de vino Ajaccio. Ella fue la que lo convenció para que alquilara este local.

Marcel pisó la colilla del cigarrillo; el humo del tabaco se desvaneció y ocupó su lugar la humedad salada que exhalaba el mar. A izquierda y derecha, bancos alineados y separados unos pocos metros entre sí. Todos vacíos. Los días empezaban a acortarse y por las noches la brisa era lo bastante fuerte como para convencer a la gente de que se quedara en su casa para ver el último capítulo clonado de Gran Hermano. Julien nos había mentido y yo me alegraba, la verdad, no sé muy bien por qué.

—Bueno, no es tan importante, Marcel. Todos decimos mentirijillas.

—Esto no es una mentira cualquiera, Pierre. Nos ha traicionado por esa mujer.

—Tampoco es para tanto. Quiso matar dos pájaros de un tiro y a nosotros nos vino bien. Míralo así.

—Si lo hubiera sabido cuando aún estábamos en París no habría dejado la carrera para venirnos hasta el culo del mundo.

Noté que le temblaba la voz y no continué. Al poco rato, Marcel encendió otro piti-llo.

—O sea, que te habrías quedado allí aplaudiendo a Chirac mientras se cargaba todo lo hecho por Mitterrand —dije, en un intento por sacar a Marcel de su ensimismamiento.

—No me digas que tú todavía crees en el rollo ese de la derecha y la izquierda. —Sabía hacerme dudar y no me apetecía continuar por ese camino.

—¿Quieres que hable con Julien? —pregunté por decir algo.

—No, ni se te ocurra.

—¿Estás pensando en regresar al continente?

—Pienso en todo y no pienso en nada.

El silencio me hacía creer que oía el oleaje.

—Venga, vamos a dormir. Seguro que mañana te levantas de mejor ánimo —dije.

Pasaron tres semanas con las rutinas habituales. Solo Lucas parecía más hablador que de costumbre. En una de sus charlas, me dijo que notaba raro a Marcel, que un par de veces le había sorprendido removiendo un guiso cuando este ya se había pegado, apa-rentemente insensible al olor a quemado.

—¿Sabes qué es lo que le puede pasar? —me preguntó Lucas.

—Ni idea —respondí.

—Le pregunté una vez y me dijo que estaba un poco cansado, nada más. Se me ocu-rrió decirle que lo que necesitaba era una tía maciza que le contentara y me llamó ma-chista.

—¿Tú sabías que Chloé y Julien se conocían desde antes de que viniéramos aquí? —pregunté.

—Ni idea.

—Podía haber venido él solo y no insistirnos tanto, ¿no te parece? —continué por ver cómo reaccionada Lucas.

—Bueno, él no insistió mucho; el que sí lo hizo fue Marcel, ¿recuerdas la cara que puso cuando dijo Julien que quería irse de París?

—No me acuerdo.

—Pues yo sí, mira. —Lucas se sujetó los párpados con las manos y abrió la boca de-jando caer la mandíbula.

Esa misma noche, Marcel avisó de que le apetecía escaparse unos días para dar una vuelta solo por Cerdeña. Que si las iglesias de allí eran mucho más monumentales que las de Córcega, que si el gusto italiano por la vida. En fin, que quería irse. Julien le ha-bló de irnos los cuatro y cerrar el restaurante unos días, pero él se apresuró a decir que ni hablar, que necesitaba airearse un poco, que volvería pronto con ganas renovadas. No insistimos mucho, la verdad, para hacerle cambiar de opinión ya que, estaba seguro, yo no debía ser el único que notaba la tensión que vibraba en los silencios de Marcel.

—Tengo el billete para mañana y salgo temprano; nos vemos a la vuelta —dijo por fin Marcel, sin darnos tiempo a despedirnos.

Durante el día siguiente no llegaron noticias de Marcel; tampoco las esperábamos, la verdad. Éramos solo tres para atender el restaurante y, a pesar del poco público que teníamos, nos costó aplacar la impaciencia de algunos clientes. Julien lucía un semblan-te nada amigable, muy extraño en él, que yo atribuía al exceso de trabajo por la ausencia de Marcel. Terminamos el día sin ganas de hablar y nos encaminamos hacia nuestras respectivas habitaciones.

A eso de las tres de la mañana, llamaron a mi puerta. Era Julien.

—¿Qué pasa?

—Me han telefoneado los padres de Chloé. No ha vuelto a casa esta noche.

—Se habrá entretenido con alguna amiga.

—Anoche quedamos en el restaurante, a eso de las once, y no apareció.

—¿Quieres que vayamos a buscarla?

—Le ha pasado algo, lo sé —dijo mirándome a los ojos. Vi en ellos un brillo dife-rente al habitual. ¿Sería posible que el líder se pusiera a llorar?

Por la mañana denunciamos la desaparición de Chloé. Cada día que pasaba sin tener noticias de la muchacha, Julien era menos Julien; una pena, la verdad. De Marcel tam-poco volvimos a saber nada más.

FIN

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