Raquel Albizu deslumbra con los secretos en su novela «El bote de canicas»

 


Redonda. Dícese de la obra que es «perfecta, completa y bien lograda». Esta definición que da el Diccionario de la lengua española para la palabra «redonda» es la que mejor se ajusta a esta novela, la primera de Raquel Albizu. Si no fuera así, cómo es posible que:
  • desde el comienzo uno se intrigue por saber qué secretos esconden los protagonistas;
  • trate con inteligencia temas universales como la envidia, la vergüenza o la crueldad;
  • se entremezcle la narración del presente con lo sucedido en el pasado sin que el lector se dé cuenta;
  • se disfrute de una narración clara y eficaz, escasa de rebuscadas e innecesarias metáforas;
  • se desarrolle la historia en un contexto rico de detalles; y
  • se trame todo a través de una estructura ligada con el juego de canicas, que da título a la obra.

Pero si la lista anterior no fuera suficiente para recomendar este libro, por considerar que son motivos demasiado «técnicos», quizás habría bastado decir que me ha emocionado, que es lo mejor que se puede decir de una obra; emoción envuelta de indignación en muchas ocasiones porque en la España franquista abundaban sucesos como los que se narran. Algo que esta novela puede ayudar a no olvidar... no vaya a ser que se vuelva a repetir.

Termino con algunos fragmentos que he anotado mientras leía:
  • Miguel recorría con la mirada los estantes, los repasaba desde abajo hasta arriba con un brillo en los ojos que no procedía de la iluminación de la sala.
  • La vio alejarse cabizbaja entre los frutales, como si en lugar de huevos llevara piedras en la cesta. Ni se le ocurrió replicar. Sería por el tono de advertencia, cortante como un filo. O por la arruga de dolor que había fruncido su frente como una herida recién abierta.
  • La vergüenza pegada a la piel de su cabeza, blanca como una canica de nata, fría como una bola de nieve.
  • El río no había dejado de correr unos metros más abajo, los pájaros no habían dejado de trinar, pero ellos continuaron ajenos a cualquier sonido, atronados sus oídos y sus mentes por la historia de la abuela, de la que ella nunca hablaba.
  • «Hay que saber irse», se dijo como con un pensamiento sólido que se personificara a su lado en la habitación.


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