«La metamorfosis y otros relatos» de Franz Kafka



No estoy seguro si es la tercera o la cuarta lectura que hago de «La metamorfosis». En esta ocasión lo he hecho no tanto por este cuento como por el resto de relatos que componen este volumen. En total han sido 18 historias, algunas muy cortas. Prácticamente en todas, Kafka recurre al absurdo, entendiendo como tal una situación imposible que transcurre en un ambiente real: una cucaracha pensante, un ayunador (alguien que compite por ser el que más tiempo aguanta el ayuno), un chimpancé que habla, etc.

Reconozco que no soy el más indicado para enjuiciar esta obra ya que mi tendencia a la racionalidad me impide apreciar en toda su riqueza las metáforas y alegorías que despliega Kafka. Sí reconozco, en cambio, la calidad de su escritura por mucho que las historias en sí no consigan interesarme ni, menos, emocionarme; hecho que me frustra, ya que este autor y su obra son reconocidos como una de las cumbres de la literatura universal. Lo sé, una lástima.

Como no tengo mucho más que decir, finalizo con unos pocos fragmentos que he anotado:

  • Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, sin tiempo para pensar en otra cosa, cuando oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como empujado por una fuerza invisible.
  • Con la libertad, dicho sea de paso, uno se engaña a menudo entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, igualmente sublimes son los correspondientes engaños.
  • La vida es increíblemente corta. Ahora, al recordarla, la veo tan apretada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir a caballo hasta el pueblo más próximo sin temer (y descontando, por supuesto, la posibilidad de una desgracia) que ni el espacio de una vida normal y sin contratiempos baste para empezar siquiera semejante viaje.
  • Me sirven una copa de ron; el anciano me palmotea la espalda, como si el ofrecimiento de su preciado licor le diera derecho automáticamente a esta familiaridad. Niego con la cabeza; para la limitada mentalidad del anciano, debo de estar enfermo: es la única explicación posible a mi negativa.
  • Es fácil escribir recetas, pero entenderse con la gente es difícil.
  • Pero mientras cierro el maletín y extiendo el brazo hacia mi abrigo, la familia se reúne; el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano; la madre, evidentemente decepcionada conmigo, se muerde llorosa los labios, y la hermana agita un pañuelo manchado de sangre; me siento, en cierto modo, dispuesto a admitir que tal vez el joven esté enfermo.
  • La señora Wese, en medio de una muchedumbre, se acerca corriendo, con el rostro desencajado por el terror. El abrigo de piel se abre; la mujer se arroja sobre Wese, a quien ese cuerpo envuelto en un camisón pertenecía; el abrigo de pieles que cubre al matrimonio, como el césped de una tumba, pertenece a la multitud.

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