Hay libros que uno lee por placer, ya sea por la belleza de sus frases o por la originalidad de su argumento. Y luego hay otros, como los que nos abren una ventana a un tiempo que ya no existe, pero que nos explica cómo hemos llegado hasta aquí. La forja de un rebelde, de Arturo Barea es, sin duda, uno de estos últimos. No es una novela para recrearse en el estilo, sino una mezcla de autobiografía y de crónica a pie de calle de las tres primeras décadas del siglo XX español; narrado por un hombre cuya propia vida fue el reflejo de las tensiones que llevaron a España a la Guerra Civil.
La obra, una monumental trilogía autobiográfica, nos sumerge desde la primera página en el Madrid de principios de siglo a través de los ojos de un niño, el propio Barea, que crece en un entorno de pobreza digna. Quizás una de las imágenes más conmovedoras y potentes de la primera parte («La forja», ya comentada en este blog) es la de su madre bajando a la ribera del río Manzanares para lavar las ropas de la gente pudiente a cambio de unas monedas. Sentimos sus manos heladas en invierno, sus problemas de espalda y, sobre todo, el sufrimiento para sacar adelante su familia, como tantas otras lavanderas de aquella época. Barea describe el sacrificio de aquella mujer con una ternura que contrasta brutalmente con la dureza del entorno. No hay artificio en sus palabras, solo la emoción pura del recuerdo.
Tras esta primera parte, confieso que mi interés decreció. «La forja» me había cautivado con su frescura, manteniéndome pegado a sus páginas para descubrir cómo se abría paso aquel niño de Lavapies en un mundo tan adverso. Sin embargo, «La ruta», la segunda parte, centrada en la experiencia del autor en la guerra colonial de España con Marruecos, cambió el entorno y el ritmo además de que el protagonista ya no era un niño sino un adulto, aunque joven. Aunque necesaria para entender la tercera parte «La llama» y para mostrar la corrupción del sistema, especialmente el político y el militar, he de admitir que las detalladas descripciones de las disputas entre militares y la población civil me resultaron algo áridas en algunos momentos.
Pero entonces llegó «La llama», y el interés no solo se recupera, sino que se dispara. Barea no era literato de formación, y eso se nota en su escritura. No busca la metáfora perfecta. De hecho, a veces sus intentos resultan chocantes. Pero es un defecto que se perdona porque subraya la autenticidad de lo que cuenta. Y cuando la narración llega a la Guerra Civil, esa autenticidad se convierte en un arma narrativa de primer orden. Su relato de la defensa de Madrid es sobrecogedor. Barea nos sumerge en el terror de los bombardeos indiscriminados del ejército sublevado sobre una población civil, una táctica brutal que contó con la ayuda de la aviación alemana e italiana. Al mismo tiempo, retrata la resistencia de una ciudad que se defiende con el apoyo de los brigadistas internacionales, llegados de todo el mundo para luchar por el gobierno legítimo de la República. Momentos como el caótico asalto al Cuartel de la Montaña alcanzan una intensidad que pocos novelistas de oficio podrían igualar.
Barea escribió esta trilogía durante su exilio en Inglaterra, emitiéndola primero por capítulos para la BBC. Esa es la clave para entender la obra. No es un ajuste de cuentas, sino un esfuerzo titánico por dar sentido a una vida y, a través de ella, a la tragedia de todo un país.
En definitiva, no hay que acercarse a La forja de un rebelde esperando otro Galdós. Acércate a este libro para entender, para sentir el frío del Manzanares, el polvo de Marruecos y el miedo en las calles de un Madrid asediado. Puede que no sea una obra maestra de estilo literario, pero es inmensa en su honestidad y en su valor como documento histórico. Un texto fundamental para cualquiera que quiera comprender la España del siglo XX más allá de los manuales de historia. Absolutamente recomendable.
Termino con algunos de los fragmentos que he anotado:
- Es una mujer con una cara muy pequeñita y muy blanca; tiene los ojos azules muy claros, con unas pestañas rubias que casi no se le ven. Lleva unas gafas de cristales gordos, y mi madre dice que ve muy bien en la oscuridad. Cuando le mira a uno, sus ojos parecen los ojillos de un pájaro.
- Es una noche clara, con una luna de hoja de lata pulida que alumbra las calles de blanco y negro.
- Modesto tiene los ojos vacíos y lleva dos ojos de cristal que, cuando le miran a uno, molestan porque no se mueven.
- Todo dormido, en el silencio. Tan sonoro que, al hablar en voz baja, se levantaba el murmullo de sus rincones.
- Pero ella atendía la comida y la casa, las gallinas y los cerdos, el amasar el pan y cuidar los cuatro chicos que, para no perder el tiempo en parirlos, nacían todos en un rato.
- Navalcarnero es distinto de los otros pueblos. Está muy cerca de Madrid y además es cabeza de partido. Así que en el pueblo hay muchos señoritos. Son señoritos que no pueden ser señoritos en Madrid, pero que son señoritos en el pueblo.
- Pero, mira, por mucho que te digan tu tía y todos los curas de alrededor, Dios no existe más que en el cepillo de las iglesias.
- Madrid huele a sol por las mañanas.
- Antes que aprender la letra a se aprende a estar en fila, callado. Luego se aprende a leer.
- Únicamente se puede contestar que hay «tres dioses, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero un solo Dios verdadero». Con esto se queda contento el profesor, pero yo no sé cuál es el Dios verdadero, ni ellos tampoco.
- Los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos. Cuando protestan les dicen que tengan paciencia, que ganarán el cielo y que no importa nada lo malo que se pasa en esta vida. Al contrario, que es un mérito, y son dignos de envidia; pero yo no veo que, para ganar el cielo, los ricos se metan a pobres.
- Entre los árabes de la montaña el piojo debía ser un animal sagrado. Escarbaban con los dedos entre sus chilabas y durante horas sacaban piojos de entre sus pliegues, pero los dejaban caer a sus pies sin matarlos.
- El salón olía exactamente como el aliento de un borracho hiposo.
- Las ideas de los generales eran, casi sin excepción, basadas en lo que ellos se complacían en llamar «por cojones».
- Este español «sea lo que Dios quiera» no significa esperanza en Dios y en su bondad, sino el fin de toda esperanza, la expectación de lo peor.
- Lo que un soldado ve de una guerra puede compararse con lo que un actor ve de un film en el que toma parte.
- En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo. Aquel niño que venía aquí hace treinta años era yo, aquel niño que ya no existe.
- Es muy español «quedarse ciego por saltarle un ojo al vecino».
- Los otros, simplemente por poseer tierras, se creían en la obligación de estar contra los obreros. Ninguno de ellos tenía ideales, ni políticos ni religiosos, y sin embargo se unían como un solo hombre, agresivos, para defender una política y un ideal. ¿Era, precisamente, esta falta de convicciones lo que les permitía unirse? ¿Sería precisamente la existencia de ideales lo que nos impedía unirnos a los hombres de izquierda?
- Nuestra guerra había sido provocada por un grupo de generales que, a su vez, estaban manejados por los sectores de las derechas españolas más fanáticamente determinados a luchar contra cualquier desarrollo del país que fuera una amenaza para su casta. Pero los rebeldes habían cometido el error de recurrir a ayudas exteriores y convertir una guerra civil en una escaramuza internacional. España, su pueblo y su Gobierno, no existían más en una forma definida; eran el objeto de un experimento en el cual los países partidarios de un fascismo internacional y los países partidarios de socialismo o comunismo tomaban parte activa, mientras los demás países nos contemplaban como espectadores vitalmente interesados. Lo que estaba ocurriendo era un claro preludio del rumbo futuro de Europa y posiblemente del mundo.
- Lo único que encontraba que podía hacer era escribir el libro de Madrid que había planeado. Yo no era más que un recipiente que debía vaciarse de lo que tenía dentro.
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