«Final del juego», recopilación de cuentos de Julio Cortázar, que no será la última que lea

Continúo con las recopilaciones de cuentos de Julio Cortázar (ya comenté en este blog La otra orilla y Alguien que anda por ahí). Aunque tarde, pretendo leer toda la extensa obra corta de este autor. ¿Acaso necesito justificarme por hacerlo? Desde luego que no. Solo diré que, a los obvios motivos imaginables, se añade mi homenaje póstumo a Elena Sánchez Carretero, la persona que me descubrió a Julio Cortázar, a través de su relato «El perseguidor».


Como en las otras dos mencionadas colecciones, algunos cuentos de Final del juego me han gustado, uno hasta demasiado, y otros no tanto, hasta muy poco. En cualquier caso, incluso en aquellos relatos que no entiendo o que, entendiéndolos, su final me ha defraudado, siempre queda la calidad de la prosa de Cortázar. No hay oración, casi hasta palabra, que no deslumbre por su utilización cabal, o por su poder evocador, o por su perfecto encaje en la estructura del cuento. Si esto es así para los cuentos que menos valoro, se comprenderá el goce de lectura que me han aportado los cuentos que más me han gustado. 

Solo aplicando mi propio gusto literario (sobraría decir, pero lo digo, que toda valoración literaria es subjetiva y depende, básicamente, de la sensibilidad literaria de cada lector), me atrevo a afirmar que:

  • un solo cuento como «Una flor amarilla» justifica leer todos los demás, por poco que gusten, porque en aquel aparece, tal cual, el círculo de la vida, el círculo necesario, por mucho que nos pese.
  • otros cuentos no desmerecen al anterior, hasta el punto de que habrá alguien que los prefiera, como «Continuidad de los parques», con su argumento circular e imposible y la bofetada final que recibe el lector; o como «El río»; o como «Los venenos», con su historia de amor y venganza; o como «Las Ménades»; o como «La noche boca arriba», con su habilidad para el desdoblamiento de una vida en el tiempo y en el espacio; o como «Axolotl», por lo bien conseguido de su tenebrismo.
  • otro grupo de cuentos que no me agradan del todo porque tienen algún aspecto que los devalúan (para mi gusto, insisto), como «No se culpe a nadie», con demasiadas páginas; o «La puerta condenada» y «La banda», a los que no encontré sentido; o «El ídolo de las Cícladas»; o «Sobremesa», que necesité varias lecturas para entenderlo; o «Los amigos», por ser demasiado corto; o «El móvil»; o «Relato con un fondo de agua», en el que no conseguí entrar en su historia; o «Después del almuerzo», porque no descubrí todas las claves; o «Final del juego», que da título al libro, porque no entiendo bien el final.
  • y el único que abandoné antes de terminarlo, «Torito», ya que no soportaba el excesivo localismo de su lenguaje.

Por último, he aquí un pequeño, pero brillante, fragmento, de cada cuento (excepto «Torito»’:

  • Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. («Continuidad de los parques»)
  • Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. («La noche boca arriba»)
  • La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. («El río»)
  • Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo de mí, caliente con su olor a verano tan distinto de otras veces. («Los venenos»)
  • Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. («La puerta condenada»)
  • El calor, la humedad y la excitación habían convertido a la mayoría de los asistentes en lamentables langostinos sudorosos. («Las ménades»)
  • Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos de tuberculoso. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa. («Una flor amarilla»)
  • Usted también, creo, es sensible a la amable melancolía de una sobremesa en la que nos hacemos la ilusión de haber sido menos usados por el tiempo, como si los recuerdos comunes nos devolvieran por un rato el verdor perdido. («Sobremesa»)
  • Hubo una modesta ovación al finalizar, y el telón vino como un vasto párpado a proteger los manoseados derechos de la penumbra y el silencio. («La banda»)
  • Al rato ya me di cuenta que iba por mal camino, y que el interesado se cuidaba como de mearse en la cama. («El móvil»)
  • Yo no creía que hubiera odio en nosotros, era a la vez menos y peor que el odio, un hastío en el centro mismo de algo que había sido a veces una tormenta o un girasol o si preferís una espada, todo menos ese tedio, ese otoño pardo y sucio que crecía desde adentro como telas en los ojos. («Relato con un fondo de agua»)
  • ... era como para no creer en tanta mala suerte junta. («Después del almuerzo»)
  • Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. («Axolotl»)

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