Como debo ser el único, bloguero o no, que aún no ha opinado sobre la decisión de la Academia de "aprobar" la palabra iros, intentaré cubrir tal deficiencia con el presente artículo.
Para unos, el diccionario y la gramática de la Academia de la Lengua Española deben tener un carácter normativo, de forma que cualquier hablante de español pueda saber si una palabra o una frase son correctos y, por tanto, si pueden o deben usarse; para otros, la Academia tiene que ser notaria de la realidad de la lengua y limitarse a poner en diccionarios y gramáticas lo que los usuarios de la lengua hablamos y escribimos. Cada bando tiene sus partidarios y, como en muchísimos otros aspectos bipolares de la sociedad, parecen irreconciliables. Y yo, ¿en qué bando estoy?, porque, claro, aquí tampoco se puede ser equidistante, faltaría más. No lo seré y lo comprobarás si sigues leyendo.
Para empezar, retrocedamos unos cientos de años. El español, como evolución de la antigua lengua romance castellana no fue más que una consecuencia de la vulgarización del latín; en otras palabras, el pueblo llano utilizó el latín como le vino en gana y terminó por crear un dialecto del mismo. Es decir, la gente utilizaba incorrectamente las normas del latín sin necesidad de que constituciones o leyes le indicaran cómo hacerlo. Esa evolución que se dio en el latín y que terminó por transformarlo en el castellano (o en el francés, por nombrar solo una más de las lenguas romances hijas del latín), no ha dejado de producirse desde entonces en el castellano original y continúa en el español actual. En cuanto un hablante utiliza una lengua, las palabras de esta las hace suyas; del hablante depende, si es que puede y/o quiere, seguir las indicaciones de la Academia. Sabe que, de no seguirlas se arriesga desde no ser entendido hasta ser rechazado por su auditorio. Pero es que puede darse el caso contrario: el uso culto de una lengua en un contexto informal puede ser inadecuado (¿hay peor insulto que llamarle a uno pedante?).
Por tanto, podríamos decir que hay tantas versiones de una lengua como hablantes existen de la misma, pero solo cuando una gran cantidad de personas durante un tiempo suficiente se "contagian" unas a otras en su forma de hablar y convierten en general el uso de una palabra o de una locución o de un uso sintáctico, por muy incorrectos que sean respecto de la versión vigente del diccionario, la Academia está obligada a analizar dicha palabra, locución o uso sintáctico para incorporarlos, o no, en la siguiente versión de su diccionario/gramática. Y tiene que hacerlo si cumple los requisitos de extensión en tiempo y espacio, aunque sea como excepción a una norma, ya que de no hacerlo así, con el tiempo, el español del diccionario se convertiría en un español arcaico, correctísimo, pero que nadie utiliza.
Entonces, si el diccionario no vale para guiarnos en el uso correcto de las palabras, para qué nos vale. Pues claro que nos vale, pero no para golpear con él en la cabeza del que utilice impropiamente una palabra. En la actualidad, un diccionario viene a ser, como muy bien dice Concha Moreno García en este artículo: una guía para saber cómo conviene, no cómo se debe, hablar/escribir dependiendo de la situación en la que se encuentre el hablante; es decir, el conocido como decoro lingüístico del que ya habló Horacio hace más de 2.000 años. Concha Moreno utiliza el símil de la vestimenta: uno sabe que puede acudir a una entrevista de trabajo en bañador y sin afeitar, pero también sabe que no debería hacerlo si realmente quiere conseguir el puesto. Es decir, se trata de una mera cuestión de eficacia, de no perder el tiempo. Del mismo modo, uno puede hablar como quiera en casa y con los amigos, pero si tiene que escribir una nota de prensa o hasta un email debería tener muy en cuenta las indicaciones de la Academia; de no hacerlo así se arriesga a que no le entienda alguno de sus interlocutores o a que se le minusvalore o... hasta provocar risas a su costa.
En una futura versión del diccionario parece que se nos dirá que idos será la forma preferida como imperativo de ir, pero que coloquialmente se aceptará iros. Lo que quiere decir que si alguien tiene que dar una conferencia en un ambiente académico y piensa utilizar el imperativo de ir, le convendría utilizar idos, pero que si está con sus amigos en un bar probablemente sería mejor que utilizara iros.
Pero adonde quería llegar es que, probablemente, dentro de unos cuantos años, iros se convierta en la forma preferida del diccionario e idos en una forma olvidada, aunque sea solo porque la /r/ se articula de forma muy parecida a la /d/. Una situación semejante a la que ya habrían llegado muchas otras palabras del español actual.
En conclusión, hace tiempo que las Academias de la lengua dejaron de ser lugares donde se dictaba doctrina y pasaron a ser testigos del uso que hacen los hablantes de la lengua, con la finalidad de que estos supieran en qué casos les conviene utilizar una u otra palabra o locución. Pues ya veis, al final nada de equidistancia, estoy más que mojado. Y a ti, ¿te apetece mojarte? Pues no te cortes y hazlo en los comentarios.
_________________
Imagen: Niño en Myanmar, 2014, con permiso de su autor, Alfonso Valles, a quien agradezco su generosidad por autorizarme su publicación.
Gracias por la cita. Un saludo,
ResponderEliminarConcha
Gracias a ti, por pasarte por aquí y, sobre todo, por tu excelente artículo.
EliminarSaludos cordiales.
Javier
Muchas gracias por el agradecimiento y por el interesante artículo.
ResponderEliminarMe alegra que te haya interesado el artículo, Alfonso.
EliminarUn saludo,
Javier
Pues mira, Javier: creo que Ciceron lo llamaba 'decorum' a eso que nosotros podemos llamar 'sentido de la oportunidad' o 'intuición para saber ajustarse al contexto'.
ResponderEliminarNi más ni menos.
Un abrazo, amigo.
Así es Marian: tras dos mil años seguimos varados en los mismos conceptos.
EliminarGracias por comentar.
Otro abrazo.