El Existencialismo de Sartre a través de su novela «La náusea»

Por lo que creía saber de Sartre como filósofo esperaba que esta fuera una novela de lectura difícil. No lo ha sido en absoluto. El argumento de la historia es claro, la prosa es sorprendentemente accesible sin que renuncie a mostrar las emociones más íntimas del protagonista, Antoine Roquentin, un alterego, parece, del autor.

Sin embargo, no me ha servido para iniciarme en la corriente filosófica del Existencialismo, que era, la verdad, una de las finalidades que perseguía al leer esta obra. Esperaba que, tras mis tímidas incursiones en la historia de la filosofía, la lectura del trabajo más célebre de un pensador del siglo XX me revelaría la quintaesencia de todo lo reflexionado por los filósofos en los últimos dos mil años. No ha sido así por varios motivos. El primero, porque La náusea es una novela y no un tratado de filosofía; y, segundo y principal, porque de lo leído hasta ahora he deducido que cada pensador elabora su propia teoría vital, incluyendo metafísica y ética, partiendo de su configuración neuronal y terminando con su experiencia personal.

Aun así no me resisto a presentar la siguiente reflexión que he extraído de esta novela: la consciencia de la existencia de todo objeto, incluidos nosotros, se asemeja a la extendida recomendación de los textos de autoayuda en cuanto a que para liberar tensiones es recomendable centrarse en el ahora, en lo que existe, y olvidarse del pasado y, más aún, del futuro. Seguramente será una comparación inexacta porque lo que siente el protagonista de esta novela al ser completamente consciente del significado de su propia existencia y la de los demás es una náusea física casi insoportable y no una sensación de comunión con el universo que alivie todos sus males.

En cualquier caso, despunta la calidad de la prosa: no en balde concedieron el Nobel de Literatura a Sartre... aunque él lo rechazó por motivos filosóficos. Me hubiera gustado anotar más fragmentos, pero temí transcribir todo el libro. Aquí quedan unos pocos escogidos:

  • Cuando era chico, mi tía Bigeois me decía: «Si te miras largo rato en el espejo, verás un mono». Debí de mirarme más todavía: lo que veo está muy por debajo del mono, en los lindes del mundo vegetal, al nivel de los pólipos.
  • El tipo de los bigotes posee una nariz de agujeros inmensos, que podrían bombear aire para toda una familia, y que le comen la mitad de la cara, pero sin embargo, respira por la boca jadeando un poco.
  • Tengo frío, me duelen las orejas; han de estar rojas. Pero yo no me siento; me ha ganado la pureza de lo que me rodea; nada vive; el viento silba, líneas rígidas huyen en la noche.
  • Sí, es ella, Lucie. Pero transfigurada, fuera de sí, sufriendo con loca generosidad. La envidio.
  • Así es el tiempo, el tiempo desnudo; viene lentamente a la existencia, se hace esperar y cuando llega uno siente asco porque cae en la cuenta de que hacía mucho que estaba allí.
  • No necesito hacer frases. Escribo para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras.
  • En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer.
  • Sonreía. Primero perdí el recuerdo de sus ojos, luego el de su largo cuerpo. Retuve lo más que pude su sonrisa, y hace tres años también la perdí.
  • Supongo que es por pereza que el mundo se asemeja de un día a otro.
  • Sus ojos deslumbrantes le devoraban toda la cara.
  • Ahora sabía: las cosas son en su totalidad lo que parecen, y detrás de ellas... no hay nada.

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