La preciosista novela de Yasunari Kawabata «La casa de las bellas durmientes»

Cuando Yasunari Kawabata publicó «La casa de las bellas durmientes» acababa de dejar atrás sus primeros sesenta años de vida y le quedaban por cumplir once más. Probablemente, en aquella época vislumbraba la decadencia que, vista en positivo, debería liberarnos de las premuras carnales para dejarnos en manos de la melancolía; melancolía que no deja de ser una forma de felicidad, quizás su única forma, la del recuerdo del pasado, nunca la observación del presente ni, menos, la del futuro.


Algo así debía de pensar el anciano de esta novela, que visita una y otra vez un burdel en el que duerme junto a jóvenes mujeres sedadas, siempre que no llegue en ningún momento a mantener relaciones sexuales; entre otros motivos, porque a las personas como él se les supone incapaces de ellas.

Con sutiles modificaciones, se repite la escena varias veces, no muchas; la tensión aumenta hasta llegar al desenlace, que me decepcionó. Tal vez por mi incapacidad para metaforizar, o porque el autor buscó un final tan abrupto que me impidió encontrar ese desenlace inesperado y a la vez necesario, que ya preconizara Aristóteles.

En cualquier caso, se trata de una obra con una prosa rica, preciosista, que es una delicia leer sobre todo en las descripciones de la naturaleza y del cuerpo de la mujer, como puede comprobarse en los siguientes fragmentos:

  • Sin duda estaba acostumbrada a espiar por las puertas, y no había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña.
  • El hombre que le habló a Eguchi de la casa era tan viejo que ya había dejado de ser hombre.
  • Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.
  • Tranquilamente, ahora, contempló su rostro y su cuello. Era una piel destinada a absorber un débil reflejo del carmesí de las cortinas de terciopelo.
  • —No hagas eso —pareció decir la joven, con una voz que no era voz.
  • Ella, mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de sus pies. Pero el anciano creyó oír en ellas una música infantil y confusa, aunque voluptuosa al mismo tiempo; y durante un rato se quedó escuchando.
  • Lo que fluía del brazo de la muchacha hacia el profundo interior de sus párpados era la corriente de la vida, la melodía de la vida, el hechizo de la vida, y, para un anciano, la recuperación de la vida.
  • El calor ardiente de la mano madura pareció atravesarle el guante.
  • Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana.
  • La cantidad de mariposas había crecido tanto que era como un campo de flores blancas.

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