La lectura tranquila de «Una suerte pequeña», novela de Claudia Piñeiro

Uno lee esperando encontrar algo que lo acerque, aunque mínimamente, a ese destello vital que, intuye, debe existir en este mundo. Unas veces cree encontrarlo, otras, a las pocas páginas ya sabe que tendrá que esperar a otra lectura. Y todo ello, sabiendo sin saber que las respuestas ya estaban en uno mismo y que las lecturas no hacen nada más que iluminar ese yo que estaba dormido u oculto bajo capas y capas de cotidianidad. Por eso, por si acaso, hay que leer y leer. Así llegué a esta novela de Claudia Piñeiro, novelista y periodista en español (dejémonos de nacionalidades).


He leído Una suerte pequeña con algo de pereza, malacostumbrado a novelas que me azuzan con tramas que empujan desde el comienzo con alguna intriga que desentrañar. Hasta la página sesenta, Una suerte pequeña discurre en un tono plácido, intimista, a modo de soliloquio; en dicha página nos enteramos de algo que preocupa, y mucho, a la protagonista. A partir de ahí, la novela evoluciona con altibajos que desembocan en tres capítulos interesantísimos, que demuestran la habilidad de la autora para provocar una montaña rusa de emociones en el lector. Dicen que de eso se trata, de emocionar.

Me ha gustado menos lo que denominaría como «poca literaliedad» de la prosa, al pecar de escasa profundidad y cierta tendencia a sentenciar. Sin embargo, estos aspectos narrativos, así como una protagonista algo llorona y algunos hechos poco verosímiles, no consiguen que quite el cartel de «lectura recomendable» a esta duodécima novela de Claudia Piñeiro.

Como siempre, para terminar, unas pocas pero interesantes frases:

  • No siempre uno es dueño de retener la verdad, de guardarla para sí. No siempre uno es dueño de su silencio.
  • Pero muchas veces uno no se enamora del otro, sino de uno mismo enamorado.
  • Su interés por mí y su perdón eran lo que me hacía llorar lágrimas redondas, calientes, una a una rodando sobre mis mejillas.
  • «¿Esa mujer sabe lo que dice o miente?». «¿Alice Munro?». «Sí». «Miente con verosimilitud, como todo buen escritor», me respondió Robert, «y si miente con verosimilitud, es porque sabe de lo que habla».
  • Quizá la felicidad sea eso, un instante donde estar, un momento cualquiera en el que las palabras sobran porque se necesitarían demasiadas para poder contarlo. Atreverse a tomarlo en su condensación, sin permitir que ellas, en su afán de narrarlo, le hagan perder su intensidad.

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