Elogio de "Una comedia ligera", una novela de Eduardo Mendoza

Este es un libro curioso. Desde el mismo título se nos hace creer que se trata de una novela para pasar el rato. La misma historia sigue una trama sencilla, muy clásica. Se lee fácil, sin dobleces. Pero en este páramo argumental Eduardo Mendoza coloca los dos elementos que, en mi opinión, reflejan la maestría de un gran escritor: la construcción de los personajes y la ambientación.

Una buena historia, imaginada o no, puede servir para atrapar, pero me resulta insuficiente para hacer que pueda destilar la sabiduría que siempre espero que un autor deposite en su obra. Para mí, ese conocimiento depende de la actuación de los personajes y de cómo me resulte de creíble el mundo en el que se desenvuelven. Y estos dos aspectos, Eduardo Mendoza los borda. Es fácil sentir la brisa de la playa, los olores del mercado o el de los viviendas donde viven hacinadas las personas más miserables de Barcelona. Tanto como vemos a Carlos Prullàs, el protagonista, moverse entre su familia, su trabajo, sus amantes y la policía. O como el resto de personajes son caracterizados en ocasiones rozando el esperpento.

El libro rezuma crítica social, desde luego, a una forma de vida superficial, pero sobre todo en una capa más profunda nos advierte del paso del tiempo y de cómo el día a día, casi imperceptiblemente, nos termina colocando en un momento dado en una situación irreversible. ¿Merece la pena sobrevivir, incluso sobrevivir muy bien, si no disfrutas haciéndolo?, parece decirnos el autor.

Desde el punto de vista técnico, me ha parecido original cómo escribe los diálogos: saltándose la regla de utilizar rayas. Y lo hace de una forma que en ningún momento desconocemos quién está hablando.

Por último, aun a riesgo de que este artículo termine alargándose más de lo conveniente, no renuncio a transcribir dos ejemplos de lo dicho.

De la caracterización de personajes:

"Don Lorenzo Verdugones cogió el auricular del teléfono supletorio con presteza. ¿Vergara? ¡Vergara, coño, siempre a tus órdenes! ¡No, coño, no; yo a las tuyas! ¿Qué? Sí, yo te oigo muy bien; sí, coño, como si estuvieras en la habitación de al lado. ¡Que sí, que te oigo divinamente, coño! ¿Qué me cuentas? ¿La familia bien? ¡Eso es bueno, coño! ¿Y la chiquilla? Ya debe de estar hecha un pimpollo. ¡No, coño, un pimpollo! ¡Un pimpollo! ¿Cómo? ¿Para enero? ¡Pues que sea enhorabuena, coño! Sí, Vergara, sí, ellos para arriba y nosotros para abajo, coño, qué le vamos a hacer. ¡Es ley de vida! ¿Cómo? Ja, ja, ja, eso mismo digo yo: el arma siempre engrasada, Vergara, eso es lo primordial. ¡Tú siempre igual, Vergara! Pues por aquí, ya ves: lidiando con los problemillas de cada día. ¡No me hables, coño, no me hables! Ya sabes lo que decía aquél: Todos los comerciantes son unos sinvergüenzas, todos los catalanes son comerciantes, y aquí tiene usted servido el silogismo. ¿Sí?, ¿de veras? ¡Coño, coño, coño! ¿Quién? No, ése no. Sí, chico, la tenaz campaña. Pues ya ves. Sí, claro, la lista completa. No, nada: cuatro maricones y un par de banqueros. No, me lo ha dicho un abogado. Sí, ahora mismo acabo de despedirlo. Sí, claro, el que algo quiere, algo le cuesta. Sí, coño, en cuanto le ven las orejas al lobo cantan La Parrala si hace falta. No, por ahora no. ¿Cómo dices? No te oigo bien, coño. Una interferencia, sí. ¿Sentencias? No te sabría decir. ¿Penas de muerte? No, coño, no hará falta. De todos modos, estoy a la espera de lo que digan de Madrid. Sí, claro. ¿Cómo? ¡No me digas! ¡Coño, coño, coño! Ajajá…, ajajá…, ya veo, ya…, ajajá…, ajajá. ¡Coño, coño, coño! Pues sí. Pues sí. Pues sí. Claro, coño. No, coño. Pues sí. Ajajá, ajajá. No, por ahora eso es todo. Sí, te tendré al corriente. Gracias, Vergara, reitero lo dicho y quedamos a la recíproca. Besos de mi parte a la niña y vete preparando para ser abuelo, coño. Adiós, adiós. ¡Un abrazo muy fuerte, Vergara!"

De la ambientación:

"De esta agobiante parálisis lo sacó un ruido seco y acompasado que crecía en intensidad a medida que se aproximaba su causa: era el ruido de un carro, en cuyo pescante se balanceaba un hombre con los ojos entrecerrados. El carro se dirigía al mercado con un cargamento de espinacas, cebollas, judías verdes, berenjenas, pimientos, apio y puerros. Cabeceaba el caballo haciendo eses y cabeceaba el carretero agitando la tralla con gesto automático y sin tino. Sobre el pescante, a un lado del carretero, había una cesta de huevos frescos; al otro, dos conejos muertos con el cuello revirado, los ojos vidriosos y la boca torcida: una imagen dramática y salvaje. Para no caminar en tan ingrata compañía, Prullàs dejó que el carro se alejara un trecho y luego reanudó la marcha. La opacidad del firmamento declinaba dando paso a las primeras sombras, presagio del amanecer. Prullàs anduvo en pos del carro de verduras, que en aquella falsa claridad que diluía los contornos de las cosas había adquirido un aire quimérico y funerario. Al pasar ante las ventanas de los pisos bajos llegaban a sus oídos ronquidos, murmullos agitados, toses; a veces los intersticios de las persianas ofrecían a sus ojos impresiones fugaces: un piano, un arcón, una panoplia, un cuarto en penumbra poblado de siluetas. Al llegar ante el mercado rebasó el carro que había estado siguiendo. Ahora el hombre del pescante iniciaba la descarga de las hortalizas. Bajo la marquesina de hierro había otros carros y un incesante trasiego de cajas al interior del mercado, donde unas mujeres formidables bañadas por el resplandor estrambótico del petromax baldeaban las paradas antes de disponer en ellas la mercancía. Frente a la marquesina las floristas montaban sus puestos: unos simples listones sustentados por ladrillos y sobre éstos, pomos de hortensias, claveles, pensamientos y camelias en tristes latas de estaño. Una mujer colgaba de un perchero portátil sencillas batas de percal. En un bar anexo al mercado varios carreteros sorbían carajillos. A la puerta del bar, enganchados a los carros, los caballos comían carro que había estado siguiendo. Ahora el hombre del pescante iniciaba la descarga de las hortalizas. Bajo la marquesina de hierro había otros carros y un incesante trasiego de cajas al interior del mercado, donde unas mujeres formidables bañadas por el resplandor estrambótico del petromax baldeaban las paradas antes de disponer en ellas la mercancía. Frente a la marquesina las floristas montaban sus puestos: unos simples listones sustentados por ladrillos y sobre éstos, pomos de hortensias, claveles, pensamientos y camelias en tristes latas de estaño. Una mujer colgaba de un perchero portátil sencillas batas de percal. En un bar anexo al mercado varios carreteros sorbían carajillos. A la puerta del bar, enganchados a los carros, los caballos comían pacientemente con el hocico sumergido en el morral. La acera estaba alfombrada de hojas de col, de berza, de lechuga y de acelga. En una callejuela jadeaba un camión de gasógeno cargado de naranjas. La carrocería del camión, empañada por la neblina, reflejaba débilmente la luz ocre de una farola de gas. En las copas de los árboles piaban los pájaros; zumbaban moscas, avispas y abejorros; rebuznó un burro cargado de botijos; en el corral improvisado de alguna azotea cantó un gallo. Pasaban repartidores llevando a hombros barras de hielo, cajas de cervezas, gaseosas y sifones. Como en la ilustración edificante de un catecismo escolar, un hombre con el rostro blanco, que cargaba un saco de harina, se cruzó con otro hombre tiznado de negro que cargaba una espuerta de carbón. La ciudad iba volviendo a la vida paulatinamente y Prullàs se exaltaba contagiado por el manantial de energía que brotaba a su alrededor. Con alharaca de maderas y metales las tiendas abrían sus puertas. Algunas de aquellas tiendas eran muy espaciosas, tenían espejos en las paredes, dos o tres mostradores de mármol, fachada de azulejo y grandes escaparates en los que se exhibían quesos, embutidos, galletas y conservas. Otras en cambio eran tan angostas que sólo cabía en ellas un diminuto mostrador de madera oscura, reluciente por el roce; estos establecimientos, de los que se ocupaba por lo general una anciana vestida de luto, expendían un solo producto: pasta de sopa, caramelos o jabón. De las pescaderías salía el aroma abisal de las salazones; de los hornos, el perfume del pan y las cocas. Prullàs aspiró el aire con delectación; le fascinaba el espectáculo de aquella Barcelona insólita, de blusón y mandil, ordenada, tenaz y laboriosa, tan distinta de aquella otra Barcelona de pechera almidonada y traje largo, frívola, viciosa, hipócrita y noctámbula, que la vida le había llevado a compartir y en la que se encontraba maravillosamente bien."

Sólo por haber disfrutado de leer esta ambientación del despertar de la Barcelona de posguerra habría merecido leer Una comedia ligera. Imaginaos tras leer todo lo demás.

Comentad, comentad, por favor; las casillas inferiores os están esperando.

2 comentarios:

  1. Coincido plenamente en la reseña de la novela. Y bien traido el amanecer de Prullás en la Bracelona proletaria. La verdad es que los personajes de Mendoza, aunque parecen exagerados son muy reales.

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