Hay libros que se leen y libros que se habitan. Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, pertenece, sin lugar a dudas, a la segunda categoría. No es una novela en el sentido tradicional; no hay una trama que nos arrastre de un punto A a un punto B. Es, más bien, un atlas de lo imaginario, un laberinto de espejos poéticos donde cada ciudad es un reflejo de nuestras propias almas, de nuestras memorias y de nuestros miedos.
La premisa es tan sencilla como genial: un envejecido y melancólico emperador, Kublai Kan, escucha los relatos de los viajes de un joven mercader veneciano, Marco Polo. El Kan, cuyo vasto imperio es tan grande que le resulta inabarcable y, por tanto, irreal, ansía comprender el mundo a través de las palabras del viajero. Y Marco Polo, en lugar de describir ciudades de piedra y argamasa, le habla de ciudades construidas con la materia de los sueños, los deseos, los símbolos y la muerte.
Leer Las ciudades invisibles es como mirar un caleidoscopio. Cada giro revela una nueva forma, una nueva posibilidad. No es un libro para devorar, sino para saborear lentamente, para volver a él una y otra vez y descubrir, en cada lectura, una nueva ciudad invisible que, de alguna manera, ya habitaba dentro de nosotros. Una obra maestra, atemporal y absolutamente imprescindible.
Es fascinante el diálogo que se teje entre ambos. El Kan, hombre de poder y orden, busca patrones, reglas, una lógica que le permita gobernar. Polo, el poeta, le ofrece ambigüedad, maravilla y una verdad mucho más profunda: que las ciudades no son solo un conjunto de edificios, sino un contenedor de relaciones. Lo leemos en la descripción de Zaira, una de las primeras ciudades: la ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas.
Calvino nos obliga a abandonar la perspectiva del turista para adoptar la del filósofo. Cada una de las 55 ciudades, perfectamente organizadas en once categorías como «Las ciudades y la memoria» o «Las ciudades y el deseo», es un microcosmos, una reflexión condensada sobre la condición humana. Tenemos a Zora, la ciudad que permanece imborrable en la memoria y que obliga a quien la conoció a no volver jamás; o a Bauci, donde sus habitantes, para no tocar la tierra, viven en zancos altísimos y contemplan el mundo desde una distancia que los aísla de sus propias pasiones.
La prosa de Calvino es de una precisión matemática y, a la vez, de una belleza lírica sobrecogedora. No hay una palabra de más. Su escritura es un ejercicio de contención que, paradójicamente, expande el universo del lector. El libro es también un juego estructural, un mecanismo de relojería perfecto donde las ciudades se agrupan y se responden, creando un tejido que es tan importante como las descripciones mismas. Es un libro sobre cómo nombrar el mundo, que es, en cierto modo, crearlo. Kublai Kan sospecha en un momento dado que Marco Polo solo le está describiendo una única ciudad —Venecia— desde múltiples perspectivas. Y quizás sea esa la clave: todas las ciudades son la ciudad. Todas las experiencias humanas son, en el fondo, la misma experiencia vista a través de distintos cristales.
Pero Las ciudades invisibles no es solo un artefacto literario preciosista. Es, sobre todo al final, un manual de supervivencia ética. En uno de los diálogos finales, Marco Polo ofrece la que para mí es la lección más importante del libro, una brújula para navegar la complejidad de nuestro tiempo. Ante la desolación del emperador por la decadencia del mundo, el veneciano concluye:
«El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.»
Este pasaje eleva la obra de ser un mero catálogo de maravillas a una profunda declaración de principios. Nos dice que, incluso en la oscuridad y en el caos de la metrópoli moderna, nuestra tarea es encontrar y proteger aquello que conserva su humanidad, lo que no es infierno.
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