El campo español de la posguerra civil a través del «Viaje a la Alcarria», de Camilo José Cela

«El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona.». Así empieza este libro. No parece que un narrador armado con una cámara de vídeo nos cuenta en tiempo real lo que hace el protagonista, todo lo que ve y le sucede. Antes de empezar sabemos que el protagonista es el mismo autor, por lo que resulta algo extraña esa otra voz que no es ni la del autor ni la del personaje. Al poco, uno se acostumbra y llega a creerse que está "leyendo" una película.


El protagonista, el autor, se nos presenta como alguien acomodado (chaise-longue forrada de cretona) y que parece aburrido (está echado, boca arriba). El personaje, no sabemos por qué, deja su confortable estancia y se echa a la calle y termina por deambular sin rumbo por la Alcarria, una región de la provincia de Guadalajara. Hacía menos de una década que España había salido de una guerra civil entre hermanos y estaba gobernada con mano de hierro por el general Franco. En su aparente vagabundeo, se encontrará con que la miseria rodea a la gente y aún así cada persona continúa con sus afanes.

No se nos dice nada del objeto de la caminata alcarreña del protagonista: ¿simple curiosidad, salir del aburrimiento, autoconocimiento a través del encuentro con las raíces...? Ni siquiera somos capaces de intuirlo ya que en ningún momento el viajero deja entrever sus emociones, aunque sí sus pensamientos; parece conformarse con una especie de reportaje periodístico en el que, de vez en cuando, se cuelan reflexiones personales o sociales. Leído hoy, sin un argumento que lo sustente, puede ser un libro poco atrayente, salvo que se tenga interés por conocer la vida y costumbres de las zonas rurales castellanas tras la Guerra Civil. Leído cuando se publicó (1948) sí que pudo ser una lectura impactante para los habitantes de Madrid y de otras capitales españolas al desvelar de forma descarnada la miseria, a la vez que la nobleza, de las zonas rurales.

Termino con unos fragmentos, entre los que he entresacado los siguientes:

  • El hombre resopla mientras se acomoda. Se saca el puro de la boca y lo mira. Tiene los dientes de color tierra y grandes como los de los burros.
  • Cuando llega la luz, ya con noche cerrada, el filamento de la bombilla no hace más que enrojecer un poco, como un ascua. Entre la enredadera, la bombilla encendida parece una luciérnaga.
  • El ver trasquilar ovejas, en una cuadra más que tibia, ardorosa, y llena de un olor acre, profundo, es sin duda un espectáculo adormecedor, una incitación ancestral que ayuda a poner los mocitos en sazón cuando, sin pararse a ver por qué, se mezclan la cachondería y la crueldad en un remoto, inconfesable hervor de la sangre.
  • El jardín de la fábrica es un jardín romántico, un jardín para morir, en la adolescencia, de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia.
  • Un pastorcito adolescente y una cabra pecan, con uno de los pecados más antiguos, a la sombra de un espino florecido de aromáticas florecitas blancas como la flor del azahar.
  • El buhonero tiene los párpados mondos y lirondos, sin una pestaña, y lleva una pata de palo, mal sujeta al muñón con unas correas. Tiene una cicatriz que le cruza la frente y una nube en un ojo, una nube color azul celeste, casi blanca. Es bajo y estrechito como un alfeñique, y tiene malas pulgas.
  • En Pastrana podría encontrarse quizá la clave de algo que sucede en España con más frecuencia de la necesaria. El pasado esplendor agobia y, para colmo, agosta las voluntades; y sin voluntad, a lo que se ve, y dedicándose a contemplar las pretéritas grandezas, mal se atiende al problema de todos los días.

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