«El zorro y las cebollas», un cuento de Javier Peñas

Con un volantazo, el conductor sacó la furgoneta de la calzada, obligándole a frenar hasta pararse. Menos mal que circulaba despacio y con las luces dadas. Levantó la mirada del arcén y le pareció ver que, en la oscuridad, dos puntos brillantes se desplazaban con rapidez de derecha a izquierda, casi a ras del suelo, a pocos metros delante del vehículo. ¿Y si había herido a… lo que fuera? Sobresaltado, miró a través del retrovisor; no distinguió nada, ni siquiera los dos puntos. Se apeó de la camioneta e intentó serenarse mientras se abotonaba el abrigo. Bajó la vista hasta su muñeca. El vaho de su aliento empañó la esfera del reloj. El almacén de comestibles cerraría en veinte minutos. Unas cebollas para la cena, ese había sido el encargo de su mujer. Antes de cerrar la puerta de la furgoneta, agarró una linterna de mano que guardaba en una caja de herramientas; la encendió y la desplazó lentamente hasta que los dos puntos volvieron a brillar. Debía de ser un gato, no estaba muerto y lo miraba con fijeza. Enfocó el haz de luz hacia la pareja de puntos inmóviles, semejantes a dos luciérnagas suspendidas en el aire. Un escalofrío recorrió la espalda del conductor y terminó de abotonarse el abrigo hasta el cuello.
    Echó a andar despacio en dirección a los puntos; cuando faltaban unos pocos metros para llegar a ellos, el animal se movió. Sí, era un zorro; una cría que se desplazaba arrastrando una de las patas traseras. El conductor se acercó curioso, aunque con precaución, al fin y al cabo era un bestia salvaje. Creía haber leído que esta especie solo se alimentaba de ardillas, pajarillos y pequeñas alimañas, y que nunca un zorro había atacado a un ser humano. ¿Y si tenía rabia? Al final, ganó la curiosidad y en pocos pasos lo tuvo a su alcance.
    —No temas, no te haré daño —dijo el conductor mientras alargaba la mano hacia el animalillo.
    Antes de llegar a tocarlo, movió la linterna al oír un murmullo de hojas. Frente a él, aparecieron más parejas de puntos brillantes. Corrió cuanto pudo hacia la furgoneta. Cuando cerró la puerta casi no podía respirar. Los pensamientos se le agolpaban. Le martirizaba que se le mezclaran los ojos de los zorros con las cebollas que le encargó su mujer. Se obligó a calmarse, miró su reloj, arrancó el vehículo y pisó el acelerador.

***

    —Maldito zorro —gritó el conductor cuando llegó a la tienda de comestibles y vio colgado en la puerta el cartel de “CERRADO”.
    Algo se movió detrás de un cubo de basura caído a una lado del escaparate. No sintió ninguna curiosidad por saber qué podría ser. Ya había tenido suficiente. Arrancó el vehículo y tomó la pista del bosque de regreso a su casa. No hubo más puntos ni más cebollas.

***

    —No te lo vas a creer —dijo el conductor a su mujer— me he topado con una manada de lobos.
    —No me digas que te han atacado. Estarías dentro de la furgoneta ¿no?
    —Sí, aunque no creas, eran muchos y se pusieron delante. Avancé despacio entre ellos para no atropellar a ninguno. No veas cómo aullaban —Ella callaba y él continuó—. No he podido traerte las cebollas, cuando llegué al almacén ya estaba cerrado.
    La mujer miró a su marido un instante y se levantó mientras decía que prepararía unos bocadillos; el conductor también la observaba. Podría haberse dado cuenta del cansancio que gritaban los ojos de ella, pero no quiso hacerlo. Hubo un tiempo en el que sentía remordimientos cuando mentía; aunque de eso hacía mucho. Empezó con mentirijillas; comprobó que no pasaba nada que no pudiera controlar y los engaños fueron cada vez más frecuentes y graves; a su mujer, a su jefe, a sus amigos. Al comienzo mentía para aparentar algo que no era; ahora lo hacía para no sentirse obligado a decir lo que se suponía que tenía que decir en cada momento. La constatación de una íntima voluntad que aún creía que poseía.

***

    —Después de irte —dijo la mujer, ya acostada junto a él en su cama de matrimonio—, vi un cachorro de zorro que correteaba por el jardín. Me hizo gracia. Corrí tras él y el pobrecillo tropezó en la valla antes de perderse en el bosque. Creo que cojeaba. Era muy gracioso.
    —¿Estás segura, Carmen? Por aquí no hay zorros —dijo Juan.
    —Claro que lo estoy, Fabián. Parecía un perrillo, con el pelo marrón oscuro, las patas negras, un hocico puntiagudo y un rabo que arrastraba por el suelo —respondió Luisa.

FIN

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6 comentarios:

  1. Una duda me asalta.... ¿Carmen también miente?

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    1. Todos mentimos, incluida Luisa, Juan... y hasta el narrador. Todos.

      Gracias por leer y comentar... y no miento.

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    2. Me gusta. Solo una duda, Juan o Fabián ?

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    3. Hola, Laura. La respuesta a tu pregunta solo puedes darla tú ya que depende de quién creas que miente más, él o ella.

      Gracias por leerme, Laura.

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  2. Bueno, pues cuento agradable de leer y con bastante moraleja. Gracias

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