Por qué nos complicamos tanto la vida, o «El acoso», de Alejo Carpentier

Empecé a leer esta novela corta condicionado por las referencias a la complejidad de la narrativa de Carpentier. Hace unos quince años, tuve un primer indicio de dicha dificultad mientras leía Viaje a la semilla, uno de sus cuentos más afamados.


Efectivamente, El acoso no me ha defraudado, en el sentido de que está escrito, aparentemente, como si se esperara del lector que superase un reto: no perderse en la trama. Para ello, arma un argumento relativamente sencillo que transcurre en menos de dos horas, pero en el que el narrador nos cambia continuamente la secuencia temporal y, lo que es peor, el foco de un personaje a otro sin que sepamos de cuál se trata en cada momento, lo que obliga al lector a intentar deducirlo. No obstante, ayuda a que aceptemos el desafío de terminar la lectura, el hecho de que se dé una generosa ambientación preciosista, que no esperaba, y una escritura cuidadísima, con imágenes muy visuales y potentes, aunque, en mi opinión, con una subordinación excesiva de oraciones, que vuelve a complicar la comprensión del texto.

En definitiva, otro caso que me ha hecho suponer si no se habrá equivocado el autor al complicar la vida al lector. Me pregunto si Carpentier pretendía ser original escribiendo así, diferenciándose de la masa de escritores de su época, o, tal vez, solo pretendía mostrar su dominio de la lengua. No hay forma de saberlo.

Después de lo dicho, ¿recomendaría la lectura de El acoso? Ya he vuelto a caer en la trampa; ya dije que no recomendaría libros. Una novela puede ser una obra maestra para unos y algo obviable para otros. Depende de las preferencias de cada cual.

En cualquier caso, con estas frases que siguen quiero dejar constancia de la elevada calidad literaria de la prosa de Alejo Carpentier, sobre todo en lo que se refiere a su visualidad y sensualidad:

- Después del sofocante anochecer, los cuerpos estaban como relajados, compartiendo el alivio de las plantas abiertas entre las pérgolas del parque.
- Tal impudor era prueba de su inexistencia para las mujeres que llenaban aquel vestíbulo tratando de permanecer donde un espejo les devolviera la imagen de sus peinados y atuendos.
- Se le redondeaban las caderas, le quedaban estrechas las blusas, y ya no se dejaba husmear las axilas, como antes, para hacerse tratar de cochina, y comprobar, con la nariz estirada, que le olían a sudor.
- Los patios se llenaron de preguntas hechas de ventana a ventana. Y pronto, en un confuso pataleo, llegaron los de las Pompas, con su hielo y sus velas. Y se dio comienzo al velorio, con la aparición de familiares venidos de barrios remotos [...], que sólo se acordaban unos de otros cuando tenían noticias de que eran menos.
- Hablaba de su cuerpo en tercera persona, como si fuese, más abajo de sus clavículas, una presencia ajena y enérgica dotada, por sí sola, de los poderes que le valían la solicitud y la largueza de los varones.
- Entonces las hembras, exasperadas por la espera, bajaban a las inmediaciones de los pueblos, y arrojaban el olor de su deseo en la brisa, para que vinieran a quebrarlas, a penetrarlas, arrastradas, mordidas, apedreadas, hasta la huida del alba a las altas cavernas de los partos.
- Un cadáver, tieso, se hace una cosa de llevar o traer; algo molesto, porque mucho pesa y mal se deja cargar, aunque no se le pueda dejar así, en la calle, por una cuestión de forma. Tiene de gente y evoca, por su contorno, un cierto transcurso que debe cerrarse debajo de las raíces y no encima.

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