"Nada", de Carmen Laforet, o cómo una primera novela puede ser tan buena

Debía correr el año 1943 cuando Carmen Laforet escribía "Nada" en la desolada Barcelona de la posguerra civil española, novela que ganaría la primera convocatoria del premio Nadal, en 1945. Carmen tenía entonces 22 años, lo que ha hecho tambalear mis creencias sobre el origen de la inspiración literaria, que ya Platón suscitó con la oposición entre ingenio (o naturaleza, o genética, o musas) y arte (o trabajo, o aprendizaje). Es decir, si el artista nace o se hace.


Unos, sobre todo academias de escritura, correctores literarios y otras profesiones relacionadas, suelen defender que el talento no existe y que es la perseverancia en la escritura lo que convierte a alguien en escritor; otros, en su mayor parte los mismos escritores, sobre todo los menos recientes y más consagrados, suelen opinar que lo que importa es la predisposición de cada cual, de forma que es una pérdida de tiempo insistir en aprender a escribir si no se cuenta con unas dotes mínimas. Por supuesto, siempre están los equilibristas que concluyen que si se tiene un talento mínimo, que prácticamente tenemos todos, con estudio y constancia, se llega a ser escritor, quizás no un excelente escritor pero sí un buen escritor. Pues bien, hoy después de acabar “Nada”, pertenezco al grupo de los que opinan que o se nace con talento para escribir o no hay nada que hacer, ya que la autora, Carmen Laforet, con solo
22 años no pudo tener tiempo para formarse como escritora y, sin embargo, la calidad que rezuma su obra es, al menos para mí, indiscutible. Espero que, por mi bien, mi opinión actual evoucione para que yo pueda continuar motivado en este oficio que inicié hace unos pocos años, pero con mucho más que los que tenía Carmen Laforet cuando escribió este libro.

“Nada” es una novela sin grandes sobresaltos, es un camino sencillo por una ciudad, Barcelona, con seres que sobreviven a pesar del hambre y la precariedad. La protagonista, Andrea, llega a la ciudad y pasa un año de su vida, la pos-adolescencia, descubriendo a personas desquiciadas pero también a otras que consiguen mantener su dignidad a pesar de todo, como su amiga Ena (quizás por pertenecer a una familia con recursos) o a la abuela, alguien con “un cuerpecillo duro y frío como hecho de alambre, dentro del cual latía un corazón asombrosamente vivo”. 

Con todo, lo que más me ha llamado la atención de esta novela es el estilo, gracias a la utilización de sonoros adjetivos para hacer más visibles al lector, tanto el ambiente de la ciudad, como los sentimientos y emociones de los personajes. Frases con adjetivos tan llamativos que en ocasiones me parecía que estaba leyendo una novela gótica; como si la autora iluminara, a veces,con demasiadas luces de neón. Desde luego no me es un estilo muy familiar pero reconozco que es muy efectista y cumple su misión al convertir en una especie de tragedia lo que, en su mayor parte, no son más que situaciones cotidianas en un mundo precario. Al fin y al cabo, la buena literatura también se distingue porque cuenta lo extraordinario que hay en lo ordinario, y no al revés, que leí hace tiempo no sé donde a no sé quién.

Otra evidencia de que he conectado con esta novela está en gran número de frases interesantes que he anotado. He aquí una pequeña muestra:
  • Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados.
  • La locura sonreía en los grifos torcidos.
  • Parece que el aire está lleno siempre de gritos… y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de tristeza.
  • Luego, inopinadamente, se tumbaba en la cama, fumando, relajadas las facciones como si el tiempo no tuviera valor, como si nunca hubiera de levantarse de allí. Casi como si se hubiera echado para morir fumando.
  • Yo me quedé despierta viéndole dormir, quería ver qué cosas soñaba…
  • Una vez recuerdo que vino a verme Antonia con su peculiar olor a ropa negra y su cara se mezcló a mis sueños afilando un largo cuchillo.
  • A la fuerte luz del sol, la viejecilla, con su abrigo negro, parecía una pequeña y arrugada pasa. Iba a mi lado tan contenta, que me atormentó un turbio remordimiento de no quererla más.
  • Un chorro de sangre hirviente en las mejillas, en las orejas, en las venas del cuello…
  • Su voz venía cargada de agua, como las nubes hinchadas de primavera.
  • Me hizo conocer el latido del barro húmedo cargado de jugos vitales, la misteriosa emoción de los brotes aún cerrados, el encanto melancólico de las algas desmadejadas en la arena, la potencia, el ardor, el encanto esplendoroso del mar.
  • Encima de aquel infierno —como si sobre el cielo de la calle cabalgaran brujas— oíamos voces ásperas, como desgarradas. Voces de mujeres animando a los luchadores con sus pullas y sus risas. Alucinada, me pareció que caras gordas flotaban en el aire, como los globos que a veces dejan escapar los niños.
  • Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau. Aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días, y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas.
  • Aquella señora era alta, imponente. Me hablaba sonriendo, como si la sonrisa se le hubiera parado —ya para siempre— en los labios. Entonces era demasiado fácil herirme.
  • Estaba muy delgada. Bajo las blancas greñas le volaban dos orejas transparentes.
  • Me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo. De que no hay final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace…
  • Pensé que era una de esas personas que no saben estar solas ni un momento con sus propios pensamientos. Que no tienen pensamientos quizá.
  • Como aquel día estaba yo triste, no me parecía ofensiva la tristeza de los demás.
  • No sé cuántas horas estuve sin dormir, con los ojos abiertos y resecos recogiendo todos los dolores que pululaban, vivos como gusanos, en las entrañas de la casa. Cuando al fin caí en una cama, no sé tampoco cuántas horas estuve durmiendo. Pero dormí como nunca en mi vida. Como si también yo fuera a cerrar los ojos para siempre.


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