La sensibilidad de "Las chicas de campo", novela de Edna O'brien

Con el mimo del que cuenta algo propio, la autora, Edna O'Brien, nos desvela el proceso por el que dos adolescentes rompen con el mundo rural católico e irlandés que las protege, pero, a la vez, las constriñe a una vidas reguladas y grises. Ambas quedan deslumbradas por las luces de la modernidad, a través de la gran ciudad, sin saber que tendrán que pagar un alto precio por abandonar su limitada pero segura vida en el campo.


En todo momento me ha parecido un libro escrito desde una sensibilidad que se deleita en descripciones, tanto de ambientes como de los personajes, más que en la sucesión de acontecimientos; acontecimientos que, si los contamos, son bien pocos. En algún momento me recordó a En busca del tiempo perdido, la novela de Marcel Proust, por su empeño en fijarse en los detalles, quitando valor a la historia en sí. Cuando fui consciente de esta forma de escribir, me pregunté qué técnica narrativa estaba utilizando la autora para mantener el interés del lector, ya que daba por hecho de que tenía que haber "ganchos", por muy sutiles que fueran. Recomencé la novela y fui anotando aquellas preguntas que el texto me suscitaba. Y ahí estaban, como escondidas, las dudas que Edna O'Brien iba sembrando en la historia. Dudas mínimas, muy delicadas, pero dudas. Llegué a montar una hoja de cálculo(*) con hasta las diecinueve preguntas que encontré, indicando en qué capítulo surgían y en cuál se despejaban, preguntas del estilo de las siguientes (solo del primer capítulo, no os preocupéis, no pienso destripar la novela):

  • ¿Por qué se había ausentado el padre de Caithleen?
  • ¿Por qué está preocupada la madre de Caithleen?
  • ¿Por qué Caithleen tiene miedo de su padre?
  • ¿En qué terminará la relación entre Caithleen y Hickey?
Son dudas de "andar por casa"; no hay asesinos sueltos que no sabemos si serán descubiertos ni extraterrestres que amenacen con acabar con la humanidad. Sí hay muerte y tensión sexual, pero muy soterrada; aunque parece que no lo suficiente oculta como para que la novela no fuera censurada en la Irlanda de finales del siglo pasado. Respecto a las preguntas que nos hacemos a lo largo del texto, también tengo que decir que no todas se resuelven en la novela. Sí las más importantes, pero muchas se quedan flotando en el aire, una vez han cumplido su misión de "enganchar" al lector.

En definitiva un delicioso libro narrado en pasado y en primera persona en un tono intimista, que refuerza la idea de que se trata de una novela autobiográfica, que no dejará indiferente al lector, para bien o para mal.

He aquí algunos fragmentos que me han interesado especialmente:

  • Y bajo la broza crecían millones de florecillas silvestres. Unas chispas azules, blancas y violetas… Blancos cánticos que manaban de la tierra. Qué enigmáticas y qué hermosas, ocultas bajo los espinos y los helechos jóvenes.
  • Resultaba difícil imaginarla en la soleada mañana de su boda, con un vestido de encaje, un casquete de volantes y los ojos desbordantes de alegría; esos mismos ojos que ahora brillaban por las lágrimas.
  • Hablaba como si tuviese un hueso de ciruela en la garganta. No había perdido del todo su acento francés, pero Jack Holland aseguraba que lo hacía por darse aires.
  • Su voz sonaba segura, sin resultar severa; sin embargo, cuando dijo: «Se acostumbrarán», parecía querer decir: «Tendrán que acostumbrarse».
  • Era una mujer de baja estatura y casi tan ancha como el umbral del comedor. Tenía el trasero como el de las mujeres de las postales de broma. Parecía una bola.
  • Los juncos transmitían una profunda soledad; cuando el viento gemía entre ellos, su lamento era como el del zarapito, que a su vez sonaba como la gaita irlandesa que tocaba Billy Tuohey por las noches.
  • Me había sentado en el filo de la silla, como si la araña que pendía sobre mi cabeza fuera a desplomarse de un momento a otro.
  • Yo había bebido bastante y estaba algo mareada; sin embargo, la pequeña parte de mí que seguía sobria contemplaba mi otro yo feliz y escuchaba con atención las alegres tonterías que contaba.
  • La toqué. Pero no mi orquídea; la suya. Era suave e increíblemente blanda, como el interior de una flor, y se movía. Me recordó a un muñequito negro que había en lo alto de una hucha, que se meneaba cada vez que alguien introducía una moneda en la ranura. Se lo dije, y él me besó con pasión largo rato.
  • Tenía la frente amarillenta, como si bajo la piel le corriera zumo de limón en lugar de sangre.
(*) ¿Le interesa a alguien esta hoja de cálculo? Si es así, que me la pida.





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